EL Partido Conservador Colombiano ha sido esencialmente coalicionista. Así lo fue en la historia y lo sigue siendo por su propósito de buscar el bien común. Fue lo que pasó, por ejemplo, con la Unión Republicana cuando se hizo la más grande y positiva reforma en la Constituyente de 1910. Esta disposición doctrinaria exige temple de espíritu y convocar la mayor cantidad posible de voluntades en torno de premisas básicas. Y esa es, precisamente, la grandeza que encierra invocar solidaridades en vez de exclusivismos sectarios. Pudo con ello también el conservatismo proponer a sus émulos lo que después se conoció como el Frente Nacional y finiquitó así la guerra civil no declarada de décadas.
De hecho, buscar el bien común supone de antemano ese sustrato solidario indeclinable. Hoy el conservatismo alemán, por ejemplo, lo tiene tan claro como que ha fundado una coalición gubernamental en procura de mantener a ese país por encima de las calamitosas vicisitudes europeas. Esta conducta aglutinante, dentro de la ortodoxia partidista, ha permitido generar solidaridades alrededor de metas comunes. Los ingleses, igualmente, han logrado sostener una coalición similar a flote, sentando las bases de un partido conservador contemporáneo.
En la política moderna no se trata de hacer alianzas. Inclusive este nombre está evidentemente desprestigiado por lo que supone en repartijas del poder. Las coaliciones, en cambio, tratan de unificar a la mayoría de ciudadanos para responder a los problemas del momento de una manera coherente y sistemática. Lo conservador, en la actualidad, debe estar a la altura de los tiempos modernos. En Colombia eso significa paz con autoridad, desarrollo con equidad social y modelo económico con sostenibilidad ambiental. Es lo que ha permitido crear más de dos millones de empleos de calidad, reducir la pobreza en dos millones y medio de personas y duplicar la inversión extranjera, a fin no sólo de mejorar los índices de crecimiento, sino de crear nuevas plazas de trabajo.
Es posible que en tiempos ordinarios se dé el libre juego de los partidos pero ni siquiera en los bipartidismos más avanzados, como en Estados Unidos, se dejan de presentar coaliciones para sacar avante proyectos de interés nacional. Hace unos años, sin embargo, se volvió moda en el país norteamericano que los extremos de los partidos Republicano y Demócrata impusieran sus dictámenes radicales a las mayorías que actuaban con sindéresis y objetividad. Ahora eso es tema del pasado, luego de la estolidez que cometió el denominado Tea Party que con su conducta de secta llevó casi al cierre del gobierno de los Estados Unidos. Finalmente, la sensatez se impuso y hoy el diálogo y consenso interpartidista prevalecen en muchas de las materias.
Lo que debe interesar en Colombia, por tanto, es la orientación hacia propósitos nacionales. Perder el norte de la política en pequeñas cosas sería el peor error, cuando el país está en un punto de inflexión indudable, tal y como lo ha reseñado el Fondo Monetario Internacional. El gran significado de la paz, en estos momentos, contiene básicamente el postulado de cambiar el tradicional escenario de la barbarie y la depredación por uno que modifique el destino y la identidad de los colombianos. Otros propósitos concomitantes exigen, en la política, modificar la lesiva circunscripción nacional para Senado, motivo de ingentes corruptelas, así como anular el nefando voto preferente. Un propósito adicional debe ser el de seguir abriendo el presupuesto para sufragar las necesidades de los pobres, como se ha hecho con la vivienda de interés prioritario, la educación gratuita hasta el último grado escolar y la expansión de las redes informáticas hasta el rincón más apartado, objeto de lograr igual acceso a la cultura del conocimiento para todos. Ello, y mucho más, es posible siempre y cuando el país entienda que el peor pecado es la polarización y el divisionismo.