Si bien Colombia siempre ha sido señalado como un país que tiende a sufrir de lo que los expertos llaman “inflación legislativa”, lo cierto es que así como hay sobreproducción de leyes para regular determinados aspectos políticos, económicos, sociales e institucionales, también existen otros campos en donde se hace evidente que la normatividad vigente está desueta o simple y llanamente no cumple con el objetivo disuasivo ni sancionatorio que debería.
Por ejemplo, si algo ha demostrado la profundización de los estudios sobre la génesis de los hechos de violencia y alteración del orden público en nuestro país es que, contrario a la creencia popular, la mayoría de los actos violatorios de la ley y la tranquilidad ciudadana no proviene de sucesos relacionados con el conflicto armado, sino que son consecuencia de la llamada “delincuencia común o difusa” así como de los altos niveles de intolerancia social. Y siempre, al profundizar sobre esta casuística, se encuentra que uno de los problemas radica en que las reglas del juego para garantizar la convivencia social están desactualizadas, la estructura de sanciones es débil y el monto de las multas irrisorio por no decir risible…
A ello debe sumarse que la frontera que antaño dividía claramente cuándo el proceder determinado de una persona debía ser considerado como un delito y cuándo tenía el rango menor de una contravención a las normas de convivencia social, se fue difuminando con el alud de reformas a los códigos Penal y de Procedimiento Penal. Así, en aras del llamado “populismo” jurídico que ha marcado nuestra legislación en la última década, muchas actuaciones que eran propias de tramitar y solucionar a la luz del Código de Policía terminaron judicializadas, aumentando la ya de por sí grave congestión en los despachos de las fiscalías y los juzgados. Ahora bien, si esa transmutación de contravenciones a delitos hubiera servido para bajar los volúmenes de hechos que alteran la convivencia ciudadana, entonces la medida sería positiva. Sin embargo, las estadísticas demuestran todo lo contrario. Hoy la mayoría de homicidios tiene origen en riñas, pleitos vecinales o intrafamiliares y no en actos derivados del conflicto armado interno. Los casos de peleas y agresiones en los barrios por cuestiones tan simples como el comportamiento de las mascotas, las fiestas ruidosas, la disposición de las basuras, el parqueo aquí o allá de los vehículos, el uso de zonas comunes, los líos en edificios de propiedad colectiva… no sólo demandan mucho tiempo de las autoridades, sino que las distraen de otros asuntos más importantes, como el combate a las organizaciones de delincuencia organizada, los carteles y otras amenazas de mayor calibre.
Es allí en donde resulta positivo que ya casi esté listo, después de un largo proceso de análisis y estudio detallado interdisciplinario e interinstitucional, el proyecto de reforma al Código de Policía. La iniciativa, que ya tuvo un fallido paso por el Congreso en 2012, será radicada de nuevo en julio próximo y, al tenor de lo declarado a este diario por el Consejero Presidencial para la Seguridad y la Convivencia, se trata de un norma sólida, debatida ampliamente en nivel nacional, seccional y local, con participación del sector privado y la ciudadanía. Sería importante que se empezara ya la socialización con los senadores y representantes electos sobre los alcances de la proyectada norma. Igual debería convocarse a todos los partidos a que conozcan y analicen el texto, de forma tal que vayan fijando con antelación sus sugerencias al respecto. Así cuando arranquen los debates en el segundo semestre, el trámite será más expedito y Colombia podrá contar, después de varias décadas, con un Código de Policía moderno, aplicable, con poder disuasivo, capaz de solucionar los pleitos pequeños y, sobre todo, eficiente para imponer la cultura de la convivencia ciudadana.