Unas reformas inertes | El Nuevo Siglo
Jueves, 5 de Octubre de 2023

El temor al consenso

* Portazo a la democracia

 

Como están hoy las cosas, la tesis de la concertación se ha convertido en un comodín que acaso sirva para demostrar el propósito de llegar a acuerdos políticos, pero que, sin ninguna aplicación a la vista, no pasa de un inútil mecanismo para distraer incautos. Que es, ciertamente, lo que se puede confirmar del panorama nacional. Porque es mucho lo que se habla de convenios, de consensos, pero entre más se acude a la retórica en estas materias, más se alejan las posibilidades de llegar a puntos de encuentro que, por ejemplo, permitan sacar avante las cacareadas reformas en el Congreso.

En este sentido, valdría la pena recordar que el consenso no es cosa extraña a la democracia, sino que, por el contrario, hace parte primordial de sus características como método de gobierno y nutriente impostergable del bien común. No hay, en efecto, posibilidad de hablar de contrato social si no se entiende, de antemano, que para que este prevalezca es indispensable que en un momento dado el natural disenso democrático permita, a partir del desarrollo del diálogo y la dialéctica, convocar la mayor cantidad de voluntad política posible en torno de salidas que, en bien del país y el pueblo, se puedan sacar avante y de forma conjunta en el hemiciclo parlamentario.

Es, precisamente, lo que no está ocurriendo con las reformas. El gobierno ha hablado una y mil veces de un acuerdo nacional, pero una cosa parecería la teoría y otra la práctica. Basta ver, para el caso, que después de tantos meses las reformas de nuevo amenazan con estancarse en el Parlamento, pues en tan larga trayectoria no se ha avanzado un ápice en la concertación real de los textos entre los partidos, salvo por cuestiones menores que apenas si son demostrativas de un maquillaje inocuo. Pero cuando se trata de abocar los puntos esenciales, sean ellos en asuntos de salud, pensionales, laborales y demás, se pasa por la faja cualquier intención de convenir un articulado que, al menos en alguna proporción, satisfaga a las partes y así se pueda dar curso a las modificaciones necesarias en muchos aspectos represados de hace unos años.

Y entonces el gobierno, extrañamente convencido de que tiene las mayorías parlamentarias contra toda evidencia, se vuelve a asentar con arrogancia en sus postulados inamovibles. De tal manera se lleva a pique cualquier posibilidad de lograr los supuestos acuerdos que, de este modo, sometidos por anticipado a la inviabilidad y la carencia de realismo, quedan en el limbo, mientras el país se lleva tercamente al precipicio del desgaste y la sinrazón. Parecería, a fin de cuentas, una actitud neurótica en la que, en vez de un saldo positivo, se recurre a todo con el fin de fracasar y mantenerse en territorio negativo.

La situación conlleva, asimismo, una palmaria contradicción contra el espíritu de la Constituyente de 1991, que tanto dice defender el gobierno. Como es bien sabido, el punto cardinal de ese episodio histórico, que permitió proclamar nada menos que una Constitución en un corto período de seis meses, fue el consenso. Hay allí, sin duda, un modo de enfrentar los cambios institucionales y dar sentido a los requerimientos reformistas para mantenerse a tono con los tiempos contemporáneos y encontrar las soluciones a las necesidades sociales que van surgiendo. El debate y proclamación de la Carta actual dejó así una lección que, sin duda, es un activo fijo de la política nacional y que, sin embargo, se pretende dejar de lado a la sombra de un espíritu confrontativo que muy poco contribuye al bienestar general.

Podrá servir este, desde luego, para otros propósitos que se nos antoja decir con toda claridad: politiqueros. Pero de ahí a que esa es una ruta recomendable como respuesta a lo que la nación necesita pues hay un largo trecho. De suyo, después de tantas manifestaciones, de llamados a la calle, de incumplir con lo que es esencial a la hechura de la ley, que son las discusiones parlamentarias, se vuelve, incluso, por el expediente clientelista de tratar de cazar a un parlamentario aquí o acullá para que traicione los dictámenes de su partido. Esa compraventa de conciencias es, por supuesto, de lo más lesivo para la democracia. De suerte tal que entonces ya no solo se trata de evadir los debates y llegar a consensos, sino de convertir abiertamente al Parlamento en un mercado persa.

Ya es bastante estrecho el tiempo que queda para terminar esta legislatura. Y a estas alturas aun no se sabe si hay en verdad intención de sacar adelante las reformas o ellas no son más que una excusa para extremar el divisionismo y la política infértil. En todo caso, lo que sí se ve a leguas es el portazo al consenso y la concertación. Es decir, a la democracia.