- Cualificar la protección de los líderes sociales
- Prioridad: no politizar un asunto tan delicado
Mañana está previsto que miles de colombianos se lancen a las calles de las principales capitales y municipios del país, e incluso en algunas ciudades del exterior, con el objetivo de exigir el cese de los asesinatos y las amenazas a los líderes sociales en nuestra nación. Bajo la consigna de “ni uno más” ciudadanos y dirigentes de todos los matices políticos, sociales, regionales, gremiales e institucionales clamarán para que este desangre se detenga de una vez por todas. La situación es crítica, según lo señalan las cifras que maneja la Defensoría del Pueblo, pues desde marzo del año pasado a la fecha fueron asesinados 196 líderes y un millar más amenazados.
Si bien es cierto que las investigaciones de la Fiscalía (que ha logrado esclarecer más del 50% de los móviles materiales e intelectuales de estos crímenes) evidencian que la causa de algunas de estas muertes no necesariamente se relaciona con la actividad de liderazgo de las víctimas, sino con aspectos particulares y personales, es claro que esta tragedia está convertida hoy por hoy en uno de los mayores desafíos para el Estado y su capacidad de proteger la vida, honra y bienes de todos los colombianos.
No se puede desconocer que el actual Gobierno ha puesto en marcha distintas estrategias para la protección de los activistas, y en virtud de ello muchos están cobijados ya por medidas de seguridad, según su nivel de riesgo. Pero también es sabido que no pocas víctimas, ya sea porque las autoridades locales no las identificaron a tiempo o porque ellas mismas nunca manifestaron sentirse en peligro pese conocer las dificultades de su labor, fueron blanco de los violentos en el más evidente estado de indefensión.
¿Cómo frenar esta escalada de crímenes? La respuesta es obvia y urgente: multiplicando la eficiencia y cobertura territorial del programa de protección a los líderes sociales. Sin embargo, para que ello sea posible es necesario sacar del escenario algunas circunstancias que están dificultando o entrabando la aplicación de esas medidas de seguridad.
En primer lugar -y negarlo sería de extrema ingenuidad- hay que evitar que un asunto tan delicado se continúe politizando, más aún en un país marcadamente polarizado como el nuestro y sobre todo en medio de la agitada campaña para las elecciones regionales y locales. Tratar de encuadrar cada asesinato dentro del desgastado y facilista expediente de “izquierda contra derecha”, “independientes versus establecimiento”, “pobres contra ricos”, “pacifistas versus guerreristas”, “nuevos falsos positivos”, “genocidio”, “ajustes de cuentas entre ilegales” y otros apelativos más, lo único que conlleva es a que las potenciales víctimas duden en acudir al Estado en busca de protección. Tanto las autoridades, como la Defensoría, las ONG, Naciones Unidas y otras instancias coinciden en que la mayoría de los crímenes son cometidos por las disidencias de las Farc, la guerrilla del Eln, mafias del narcotráfico y la minería ilegal así como bandas criminales organizadas. No hay tampoco un patrón sistemático ni nacional en los asesinatos y atentados, sino una causalidad muy difusa, local y particular. Igual está demostrado que buena parte de las muertes no se encuadra dentro de la llamada “violencia derivada del conflicto armado” o “violencia política”, sino que tiene origen en acciones de retaliación local de grupos delincuenciales ligados al narcotráfico, la minería criminal, el contrabando, maniobras contra la restitución de tierras… Un reciclaje de la violencia que no es nuevo pero sí crítico.
En segundo término, como lo hemos reiterado en estas páginas, es necesario redefinir de forma más precisa el término “líder social”, no para establecer una discriminación negativa en cuanto al rol de cada uno y decidir a quién se protege y a quién no, sino para que las autoridades puedan activar estrategias más puntuales y focalizadas para prestar seguridad a cada uno de ellos acorde con su actividad, el entorno en que se mueve y los peligros específicos a que se enfrenta, incluyendo hasta una mejor perfilación de los potenciales victimarios. No se trata de un hecho menor. Todo lo contrario y prueba de ello es que mientras algunos sectores de izquierda denuncian que los defensores de derechos humanos y reclamantes de tierras son el grupo poblacional más amenazado, la Defensoría señala que, en realidad, son los dirigentes comunales e integrantes de comunidades étnicas las mayores víctimas. A cada uno de ellos hay que aplicar una estrategia de protección diferencial en cuanto a tipo de medidas de seguridad a proveer.
Como se ve, la problemática alrededor del asesinato de los líderes sociales es muy compleja. Aunque mañana todos estamos llamados a marchar para exigir el fin del desangre, es necesario entender que ello solo será posible con un trabajo más coordinado, rápido y efectivo del Gobierno nacional, la Fuerza Pública, la Fiscalía, las administraciones regionales y locales, las ONG, las organizaciones sociales de todo ámbito y, también, de los propios líderes sociales, que deben alertar sobre las situaciones de peligro potencial a que se exponen. Si ello no se produce, frenar estos crímenes será muy difícil.