- Derrotar “la monarquía del miedo”
- Hacia un diálogo social útil
El diálogo es el mecanismo por medio del cual se entienden los seres humanos. En ese sentido, es aquel el instrumento esencial de la alta política, el espacio apropiado para resolver los problemas y las inquietudes sociales, puesto que solo por su intermedio es factible lograr acuerdos. La democracia nace en efecto de posiciones iniciales, generalmente divergentes, para generar puntos de encuentro. Así es como se hacen las leyes, en el Congreso; como se adoptan las sentencias, en los tribunales; y como se parte del disenso para llegar a una posición de consenso paulatinamente mayoritaria, incluso en las corporaciones privadas.
La vitalidad de la democracia estriba precisamente en la capacidad que contiene para obtener resultados mancomunados, que logren incorporar la opinión del número más importante posible de los interesados. Es por esa vía, justamente, que se logra el bien común. Y esa búsqueda es uno de los elementos sustanciales por los que atraviesa este momento el país, a raíz de los últimos acontecimientos suscitados a partir del paro del jueves pasado. El resultado de ello no puede significar, sino que Colombia demuestre su vocación de futuro y salga fortalecida en ese propósito. Y en esto, por supuesto, cuenta sobremanera la sintonía con los jóvenes. Hay allí, además de otros estamentos sociales, una cantera de expectativas. No basta solo con protestar, porque una vez se es escuchado lo que sigue es poner en práctica lo que se quiere. Y tal es el asunto que hoy debe convocar a la nación entera.
Efectivamente, dialogar no implica cesión alguna, pero sí la disposición de entablar una conversación que llegue a resultados concretos, a políticas públicas factibles, a una orientación del gasto público con sentido futurista, a una elevación de la calidad de vida y a la expansión de las oportunidades que, en suma, permitan avizorar para la gente un terreno plausible y en lo posible despejado hacia adelante.
En esa dirección, quien rechaza el diálogo está asumiendo de antemano una posición defensiva: lo que denota de inmediato una incapacidad dialéctica y una actitud temerosa. Quien fomenta el diálogo, en cambio, entiende que no hay verdades reveladas, aunque por descontado esté dispuesto a llevarlo a cabo desde sus convicciones. En ese caso, una conversación nacional no puede ser en manera alguna una desdicha, sino una gran ocasión para intentar despejar positivamente la ruta crítica que hoy implica asomarse al futuro, cuya incertidumbre, por lo demás, tal vez sea como nunca la característica fundamental de los tiempos contemporáneos en los que la tecnología predomina sobre el ser humano, sus necesidades y sus vicisitudes.
Hay, claro está, una gran admiración por los avances tecnológicos, de los que nadie es ajeno en su vida cotidiana. Pero al mismo tiempo cunde una ola de temor, en todo el mundo, por lo que ello pueda comportar, asimismo, en pérdidas de empleos, en obsolescencia de los conocimientos logrados en los centros educativos, en la falta de garantías frente a la robotización, en la fractura de los derechos adquiridos, en síntesis, en los cambios drásticos y repentinos que conlleva pertenecer a lo que se ha denominado la “sociedad líquida”, que actúa en tiempo real y por tanto tiene una raigambre bastante endeble. No es fácil, entonces, vivir en una transición permanente. Eso en el trasfondo genera dudas, temores, odios. Y de ello, desde luego, no está exenta Colombia. En última ratio, hay allí un problema eminentemente moral. Y eso a la larga es lo que finalmente está en juego cuando se trata de conseguir el mayor consenso posible sobre unos valores comunes que le den identidad y compromiso a una sociedad hacia el futuro.
Basta, para el caso anterior, traer a cuento un término ahora tan esparcido entre los colombianos como “economía naranja”. Para algunos esto puede significar una ventana de oportunidades por todo lo que implica en digitalización, por ejemplo. Para otros, en cambio, ese solo conjunto de palabras, aparentemente ingenuo, que se convierte en una amenaza inmediata. Es lo que, por cierto, la filósofa estadounidense Marta Nussbaum ha definido en un libro reciente como “La monarquía del miedo”. De allí emergen todo tipo de polarizaciones que es necesario desentrañar para llegar a un resultado práctico en el devenir social y entender la política en el mundo actual.
En buena hora el presidente Iván Duque ha abierto el diálogo nacional, como lo dijimos el viernes. En esa vía hemos promulgado la concertación como el camino a seguir hacia un pacto social. Es la única manera de entender lo ocurrido como una catarsis en procura de resultados efectivos, más allá, por supuesto, de los elementos anarquizantes minoritarios que han pretendido desconocer la misma protesta y, acto seguido, las instituciones.