¿Un bicentenario de corazón? | El Nuevo Siglo
Sábado, 7 de Diciembre de 2019
  • Faltó enjundia y reciedumbre bolivariana
  • Ante el raponazo hecho al Libertador, nadie dice nada

 

Está por terminarse el 2019 y puede decirse que el aniversario del bicentenario independentista no tuvo mayores repercusiones. Salvo por algunas manifestaciones reiterativas de las fechas históricas, con la remembranza de los uniformes de la época, el paso por el páramo de Pisba o algunos fuegos artificiales, así como ciertos eventos académicos y estudiantiles puntuales, no se promovió desde el Estado la expresión de regocijo que podría esperarse de tan significativo evento, para Colombia.

Ni tampoco en el prolongado lapso del onomástico se produjo una evaluación estimulante y actualizada de lo que encarnan estos 200 años de independencia, bajo inspiración bolivariana. De hecho, como patrimonio inexorable de nuestra democracia y su carácter futurista.

Es más, algún político, desde la óptica trasnochada de la lucha de clases, ha querido sugerir en algún debate parlamentario, sin respuesta, que han sido dos centurias colombianas infértiles, seguramente porque no han llevado al derrumbe de Venezuela a manos del socialismo del siglo XXI, es decir, porque se ha evitado en Colombia caer en la catástrofe humanitaria que allí practican de formulación política redentora. Y como tampoco se ha abierto camino la apropiación truculenta y nefanda de la figura del Libertador (como aquel congresista quisiera posiblemente de norte infamante para nuestro país), es apenas necesario recordar que precisamente el gran temor de Simón Bolívar era que el futuro de las naciones por él libertadas estuviera plagado de caricaturas suyas. Como en efecto siglos después de su muerte sigue sucediendo, en el sentido estrambótico y bajo la sempiterna férula chavista, en la nación vecina, llevando al pueblo a la hambruna generalizada mientras en la cúpula del régimen tiránico pululan los negociados y la abundancia de único sustento para los propósitos desembozados de eternizarse en el poder.

Incurrir en semejante despliegue de cinismo, y todavía peor a nombre del Libertador, es por descontado no solo un anatema para el gran designio histórico de Venezuela, sino un crimen de lesa historia universal que por supuesto ni Colombia ni el pensamiento vivo de Bolívar están en capacidad de admitir. De suyo, el aniversario del bicentenario de la independencia nacional se pudo haber constituido en el escenario propicio para dejar bien claro este objetivo, referido a los conceptos, que por demás todos los bolivarianos continentales están en mora de precisar.

Efectivamente, no les ha bastado a los chavistas con la actitud ditirámbica de remover hace un tiempo al Libertador de su tumba e indagar el ADN de sus despojos mortales, buscando las trazas de algún asesinato fantasioso, a fin de cobrarlo políticamente en los tiempos presentes y tratar así de llenar el eterno vacío de sus consignas camorreras. Desde luego, lo hicieron en un evento mediático interesado y lamentable, en el simbólico panteón caraqueño, porque aun si fuera del caso, con solo investigar el ADN en dos o tres de sus cabellos, como de antemano se había hecho con Napoleón y Beethoven, habría sido suficiente para encontrar científicamente que fenecía de un colapso electrolítico de los líquidos. Es decir, de muerte natural. Pero, a fin de cuentas, lo que contaba era el espectáculo, el embrujo populista, la coyunda autoritaria, la esquizofrenia histórica y no la ciencia. Y si esto fue así, de colofón al aniversario de la primera república venezolana, ¿cómo será con la próxima celebración de la batalla de Carabobo?

Probablemente, por mucho de lo anterior es que, a nuestro juicio, en el bicentenario de la independencia colombiana faltó enjundia y reciedumbre bolivariana. Mucha de la grandeza del Libertador reside en nuestro país. Él mismo dijo que había nacido para la libertad en Mompós, en el prólogo de la Campaña Admirable que llevó a la liberación de Caracas con las tropas granadinas, como también entonces acababa de escribir su primer documento de gran alcance, en el Manifiesto de Cartagena, en el que por primera vez se da a conocer su irrepetible factura intelectual. Después de años de escaramuzas, de riesgos infinitos, de incontables altibajos en su lucha, de la incomprensión estratégica, de la suerte adversa permanente que muchos le endilgaban, fue también aquí donde obtuvo su victoria axiomática y definitiva en los campos de Vargas y Boyacá, produciendo la liberación crucial de Bogotá.

Fue entonces, asimismo, cuando el Libertador logró torcer el hierro de la historia en su favor e irrumpir, a partir de los recursos conseguidos, como una saeta hasta el Perú, tal cual lo profetizó Morillo en el parte de derrota de la altiplanicie cundiboyacense. Con base en ese triunfo, en un alarde de diplomacia y el ejercicio de la más alta política posible, de inmediato Bolívar pactó la proscripción de la “guerra a muerte” y el establecimiento del derecho de gentes, no sin antes obligar al reconocimiento inicial de la república colombiana y firmar un armisticio. Morillo viajó a España, desencantado, y ya los combates posteriores, con oficiales de rango inferior, fueron de otra índole. El Libertador había ganado en toda la línea y solo le quedaba confirmarlo con sus lugartenientes de mayor valía, como Sucre, hasta Ayacucho.

Podrá, en otra oportunidad discutirse las vicisitudes ulteriores, pero en lo que toca a las celebraciones de este 2019 cabe recordar que aquí también murió y que solo luego de doce años de su fallecimiento, a raíz de la negativa del régimen venezolano de entonces, se pudo lograr la repatriación de sus restos a Caracas, como era su voluntad testamentaria.

En todo caso, aquí quedó su corazón en la catedral de Santa Marta.

Como depositarios que somos de ese tesoro, hubiéramos querido del bicentenario un testimonio acorde. ¡Un bicentenario de corazón!