· La paz aplazada en los plazos
· ¿Y de la reacción en el Cauca qué?
Parecería imposible adelantar un proceso de paz en Colombia sin polémicas, más bien proclive a la serenidad y la sindéresis propia de un tema tan complejo, porque el asunto se ha politizado inevitablemente como secuela de la última campaña presidencial y de eslabón hacia la siguiente. Por lo demás, con las etapas de las elecciones intermedias. De modo que ese escenario se mantendrá, a todas luces, inestable y en abierta competencia al objetivo central, que asimismo se ha vuelto teatro de los protagonismos, las fricciones, las ambiciones y todo aquello común al germen divisionista y pugnaz de la política.
De hecho, hoy podría decirse que hay más política que proceso de paz. Por supuesto, política de esa, al menudeo y al postor del día. Lo cual no es susceptible de cambio con una simple declaratoria de despolitizar lo que todo el mundo, tirios y troyanos, tienen a ciencia y paciencia a cual más politizado y seguirán politizando aún más. Y con ello, fieles a la dinámica con que comenzó todo, se corre el riesgo de una intoxicación de la opinión pública, una sobreexposición dirían los expertos en comunicación, que puede terminar en un desgaste descomunal y la gran mayoría tapándose los oídos ante el bochinche permanente. Que de algún modo es el deterioro que, a fuerza de la baraúnda palabrera, la oposición quiere y el mismo Gobierno pareciera regodearse en patrocinar. Porque una cosa es poner los puntos sobre las íes y muy otra andar saltuariamente de i en i.
A no dudarlo los síntomas de cansancio, en la opinión pública, son cada día más palmarios. De manera que, antes que la atención de la ciudadanía, lo que se está produciendo es el fenómeno contrario: un hastío evidente con el proceso de paz. No hay conferencia nacional o internacional, declaración presidencial, ministerial, además de la opinión de cuanto servidor público en procura de candidatura o cuanto ex candidato en trance de volverlo a ser, lo mismo que delegado cualquiera de las sendas comisiones históricas, de víctimas o asesora, al igual que parlamentario a la altura de diputado o concejal y por descontado alguno de tantos miembros de Ong… no hay, en efecto, convite a marcha, primera plana o carátula de revista, programa radial o columnista, invitación a escritores, futbolistas, empresarios y vedettes, y si se quiere editoriales como éste, que no se refiera a ello. Todos a una, en un mismo rasero y un mismo embudo. Pero en concreto, nada, puesto que por más agendas unipersonales o participación de cada quien en el debate, por más guitarreros y parafernalia, de lo que en realidad se trata es de que quienes tienen la responsabilidad del proceso de paz en sus manos lo orienten bajo firmes convicciones y su arbitrio legítimo. Y eso, aparentemente tan sencillo, es lo que precisamente no se nota en la neblina a propósito inflamada para llenar la vacante de lo que en sana ley debería corresponder: la negociación aquí y ahora. Y si no ha de haberla, por contradicción insalvable en el modelo y sus elementos, pues mejor encarar las realidades. El país tiene demasiadas necesidades y frentes que suplir como para concentrarse exclusiva y excluyentemente en un toro amorcillado, dando zarpazos moribundos.
Seguramente, a raíz del rompimiento de la tregua unilateral por parte de las FARC, con el nuevo saldo lamentable de sangre sobre la Fuerza Pública en el Cauca, por lo demás en medio de unas negociaciones ya de por sí paralizadas en referencia a los temas de agenda, el día de hoy las ediciones dominicales estarán abarrotadas del tema: si suspender el proceso, acelerar, cambiar, poner términos, fijar plazos… en fin lo de aquí, acullá y de más allá. Al parecer, la idea más proclive al querer presidencial es esa, la de los plazos, como solía ocurrir en el Caguán con las prórrogas de la zona de distensión y que se convirtieron en el motivo central de la negociación que, en consecuencia, nunca pudo llevarse a cabo. Ahora serán plazos de otra índole, pero como todo plazo igualmente motivo de honda controversia. Que si muy poco, que si muy largo; que si por etapas para saldar punto a punto la agenda o más bien un plazo general para la entrega de las armas; que, además, plazos para la ley estatutaria, los del referendo y los de la confirmación internacional; plazos, de seguro, que no porque en la actualidad sirvan de placebo a la comprensible irritación de la opinión pública van a arreglar nada. Decía Fidel Castro que los procesos de paz son un tema de paciencia. No es cierto. La paz se hace o no se hace. Y poco cuentan plazos e incisos. Mucho menos sobre la base de la revolución a cual más fallida y su reiteración sangrienta.
Todo el debate anterior, sin embargo, ajeno a lo que realmente debería concitar la voluntad nacional que es la reacción militar pronta y debida, en Cauca, con resultados precisos en ese lugar preciso, frente a la declaración de guerra de las FARC que de quedar sin respuesta en la zona, bien porque no se pongan a buen recaudo de las autoridades los causantes, bien porque no se conteste con eficacia dentro de los términos bélicos del derecho internacional humanitario, bien porque no se señale la región de teatro de operaciones militares y tarea conjunta dirigida al más alto nivel posible, sería una demostración de impotencia impropia, no solo en los deberes del orden público, sino sobre todo en cuanto al temple que se requiere para sacar avante un proceso de paz. Porque para éste, justamente, el peor enemigo son las divagaciones. Al fin y al cabo se trata de hechos y no de palabras. De modo que si a hoy ya se hubieran dado resultados en el Cauca no se estaría naufragando en la retórica. Como decía Disraeli, “nunca explicarse, nunca quejarse, solo actuar”.
Las acciones de las FARC, por su parte, más allá que causarnos ira como primer ingrediente, nos han dolido sobremanera, incluso más que otras veces. Porque es la notificación definitiva de que no hay mucho qué hacer cuando esa organización ratifica a pie juntillas, como cada día de los últimos 50 años, que la violencia puede producir frutos de bendición. Cuando pensábamos que ese concepto patológico, propio de las lejanísimas y distorsionadas épocas de Georges Sorel, había sido erradicado al declararse la tregua unilateral, pues no, ¡claro que no!, que por el contrario continúan sin moverse un ápice de sus letras, ahí sí con todas las tildes sobre las íes, otra vez con la depredación y la barbarie como formulación dizque política, indisociable de su naturaleza y sentido de las cosas, imbuidos de antemano y sin remedio de semejante penetración sicológica. Y no es ciertamente con ningún plazo como mentalidad tan enquistada se pueda modificar.
Ha dicho el Presidente que solo los idiotas no cambian de pensamiento. Que se queden las FARC sin cambiar, porque los demás no están dispuestos a pagar el precio de sus inamovibles mentales.