Solidaridad con víctimas | El Nuevo Siglo
Jueves, 10 de Julio de 2014

*Falacias de la violencia

*Compromiso solemne gubernamental

LAS horribles secuelas de la violencia que ha sufrido el país durante más de medio siglo llevaron a varios analistas y estudiosos de nuestra realidad social a sostener que Colombia es una nación violenta por naturaleza. Y esa conclusión se repite casi todos los días, en particular cuando ocurre un crimen por intolerancia, se presentan riñas con muertos, alguna mujer es agredida o se suscitan incidentes callejeros de todo tipo, como las peleas a puños o con armas entre hinchas de equipos de fútbol local.

En las crónicas de todos esos hechos se insiste en la tal naturaleza violenta de los colombianos, sin mayor reflexión y pocas veces se detienen a examinar las estadísticas sobre los móviles y autores de esos picos de violencia. Ante esas versiones a priori muchas personas se preguntan cómo es eso que todos los colombianos son violentos si la gran mayoría es pacífica en extremo, partidaria y defensora de la no violencia e incluso hay quienes dicen que no han matado ni una mosca en su vida, esquivan peleas, se hacen sordos ante los agravios y no caen en provocaciones. Por eso cuando se habla de que los colombianos son violentos por naturaleza se ignora olímpicamente, por ejemplo, que el número de personas en las filas subversivas no pasa del 0,1% de la población.

Sin compartir esa filosofía de ‘sacar el bulto’ por sistema a los problemas, en el entendido de que en ocasiones los seres humanos deben reaccionar con firmeza frente a los ataques aleves y las injurias, por lo menos de manera razonable, entendemos a los pacifistas a ultranza.  Sin olvidar que hasta  la misma Biblia dice que no es conveniente disfrazarse por mucho tiempo de paloma por cuanto los devorarán los buitres. Y en el fondo los compañeros de epíteto, con su estoicismo y sumisión, en cierta forma facilitan su triste destino de seguir encadenados y  sin futuro a sus amos. Las sociedades -aún en la desgracia- son responsables de sus actitudes. La sociedad tiene derecho a defenderse, y por eso existen unas Fuerzas Armadas y unos sistemas de Inteligencia para responder por la seguridad de los colombianos, que es la primera y primordial función del Estado.

En el caso local, la ausencia del Estado en grandes extensiones del territorio determinó que los violentos se enseñorearan de una autoridad vil con fundamento en el fusil y armas de todo tipo. Y sus cabecillas, muchos de ellos,  nacieron al amparo de la violencia partidista de otros tiempos que se ensañó contra gobiernos legítimamente elegidos. Colombia se dividió en dos, la de las ciudades y la de la periferia. En la primera el Estado predominaba y ofrecía las mínimas garantías de orden, en tanto que la segunda se consumía en la violencia y cada quien debía encargarse de defender su vida y hogar. Una violencia que se acrecentó con la aparición y proliferación de los cultivos ilícitos.

Son las Farc las que negocian en La Habana con el gobierno del presidente Juan Manuel Santos, quien desde el primer día de su gobierno se comprometió a propiciar una paz negociada y a hacer causa común con las víctimas, por lo que personalmente presentó al Congreso un proyecto de ley para crear el sistema de reparación a los afectados y restitución de tierras a los desplazados por la violencia. Han sido insistentes sus propuestas políticas y pedagógicas para que se atienda el dolor de las víctimas, que en primer lugar, en cuanto a dolorosa sangría, las han puesto en mayor cuota las Fuerzas Armadas y los defensores del orden, y enseguida la sociedad civil atrapada en la contienda.

El presidente Santos se compromete a proteger a los servidores del Estado, en particular a los soldados que son quienes le ponen el pecho a los violentos. Lo mismo que  debemos ser solidarios con las otras víctimas, aquellas que han salido de sus tierras expulsadas por los violentos, que han visto sus hogares destruidos, a las que les robaron sus tierras y hasta la identidad. Esto último porque en ocasiones ya no tienen ni nombre, pues lo cambian para escapar a la persecución de los desalmados. Los hijos de estas víctimas, bajo presión engrosan las filas de la subversión, obligados a renunciar a su nombre y llevar un alias. Unos quedan atrapados en las filas de sus verdugos y no saben cómo salir del túnel, otros deambulan sin norte. Sus familias perseguidas por los que incendiaron sus tierras, se tornan sospechosas. A esas miles de familias el desplazamiento, la persecución y el dolor les aprieta el corazón al punto de perder la esperanza y sentirse excluidos sin remedio.