* La realidad del fútbol colombiano
* Trayectoria de ilusiones y desilusiones
El fútbol colombiano ha quedado reducido a sus justas proporciones después del desempeño de la Selección Colombia. No hay que rasgarse las vestiduras, ni hacer una escandola. A decir verdad, el país no ha podido destacarse regularmente en la materia, a diferencia de otros deportes. Y se mantiene estancado en la mediocridad futbolística desde que comenzó a participar en los eventos suramericanos, en 1945, y las eliminatorias a los mundiales, en 1958.
Por lo demás, se trata de una historia bastante tardía frente a latitudes vecinas. Como es bien sabido, los grandes auspiciadores del fútbol en la zona fueron Uruguay, Brasil y Argentina, en la década de los años treinta del siglo pasado, cuando no era de presumir que este deporte llegaría a concentrar la atención del planeta en las gigantescas proporciones de hoy.
De hecho, fueron estos, al lado de un puñado de países europeos, los que dieron en esa época curso a la idea de una competencia intercontinental que después se llamó mundial. Todo ello, por supuesto, con base en unas ligas internas que, casi desde finales de la centuria anterior, se habían organizado a cuenta de un profesionalismo en ascenso paulatino que aún en la actualidad les permite mantenerse a la vanguardia.
No es de sorprender, pues, que estas tres naciones se confirmen de nuevo en los primeros lugares de la tabla suramericana, con un Brasil de puntuación casi perfecta y una Argentina dispuesta a reclamar el campeonato mundial de Qatar en manos de uno de los mejores jugadores (sino el mejor) que ha pisado las canchas en cien años: Leonel Messi. Y que, una vez más, deberán sacar la cara por Suramérica cuando es un hecho demostrado que Europa ha venido tomando ventaja, en los últimos tiempos, no solo a partir de las potencias tradicionales (Alemania e Italia), sino de la irrupción de Francia y, en menor medida, España y más atrás, Inglaterra, para no desestimar su presea de 1966.
En esta ocasión, Italia ha quedado por fuera, a pesar de ser el campeón europeo. Lo cual, ciertamente, podría brindar una ocasión de oro para que los suramericanos remonten el rezago en las copas mundiales. Y que, asimismo, pone de presente cómo Colombia pierde oportunidades, además por debajo de Ecuador y Perú, ocupando un sexto lugar en la última eliminatoria ampliamente demostrativo de su mediocridad latente.
Desde luego, en tan largo lapso, la selección colombiana ha tenido momentos de brillantez, como cuando ocupó un sitial sobresaliente en el Mundial de 2014. Y en no menor medida cuando también mostró, en los campeonatos de esta índole, uno que otro jugador de primera línea que han servido por años para alimentar nuestras ilusiones y poner un tono de alegría. No todo, naturalmente, es catastrófico (pese a máculas infamantes como el asesinato de Andrés Escobar por un autogol en un partido contra Estados Unidos).
El hecho es que, en la trayectoria colombiana a nivel de selecciones, el país se ha debatido, casi siempre, entre unas aspiraciones desproporcionadas y las realidades de su fútbol. De suyo, lo más interesante de este deporte consiste en la interpretación particular de cada país que, a partir de unas normas comunes, se lleva a cabo en la cancha. Y por eso las formas de jugar y el estilo son fácilmente diferenciables entre las naciones preminentes, lo que a la larga se ha constituido en un sello y un factor de contraste estimulante en el escenario internacional.
A veces Colombia ha logrado una interpretación genuina, pero se ha quedado en chispazos, carente de la disciplina, la perseverancia, la organización y el apoyo serio para mantener una línea constante. Y de allí, por supuesto, la nota de mediocridad permanente que suele caracterizarnos. Porque a menudo, pese a gozar de ciertas genialidades y de nacer el fútbol silvestre en la escuela, la vereda o el barrio, en el decurso hacia la profesionalización se agotan todas las posibilidades, a raíz de la mala administración, el negocio como esencia deportiva, las fricciones de grupo, la vocinglería periodística, el enerve con los entrenamientos, la dispersión y fragilidad mentales del atleta... En suma, entre otros muchos condicionamientos, la imposibilidad de actuar en colectivo.
Es de ahí, justamente, de donde emerge la mediocridad. Que, por lo demás, es también característica de un país que no sabe proceder colectivamente en ningún caso. Y no es con golpes de pecho, ni mucho menos con posturas estridentes para camuflar la mediocridad, como se puede solucionar la insignificancia.
Por el contrario, es reconociéndonos de marginales como acaso podamos dar un gran paso para salir del sótano futbolístico de los últimos tiempos. Así, con solemnidad, sin ninguna expectativa, ni furia en el corazón: sencillamente mediocres…