No han pasado sino un par de días cuando tuvimos la grata oportunidad de oír en Bogotá al exgobernante, Luiz Inácio Lula da Silva, de Brasil, que con la aguzada inteligencia política que se le reconoce y la facilidad de palabra, hizo un recuento de las maravillas que realizó por el crecimiento de su país y sacar de la miseria a millones de seres que vivían en situaciones infrahumanas. Él mismo en su niñez perteneció a esa estirpe de seres condenados a la miseria y el fracaso, encerrado en la pocilga donde aprendió a dar sus primeros pasos y sin mayores posibilidades de salir del medio. Proeza que conquistó a pulso, alcanzando a subir por el despeñadero que había bajado en la ignorancia a golpes de mala suerte e infortunio su familia, para saltar del pozo a que parecía condenado y pasar a la lucha implacable por la subsistencia. Hasta conseguir sobrevivir de su trabajo modesto como obrero, y, al principio subir peldaño a peldaño en la escala social, para descubrir sus extraordinarias calidades de dirigente. Por la claridad de su análisis del medio, las gentes y de la realidad, pudo forjar desde la precariedad social un partido que lo llevaría al poder.
El ascenso de Lula era algo impensable en tiempos en los cuales la democracia sucumbía, por los ensayos terroristas de la izquierda citadina y los esfuerzos de corte revolucionario en los campos al estilo de Mao para despojar por la fuerza a los propietarios de la tierra, lo que llevó a la sociedad en medio de diversas aulagas económicas a quitar el respaldo a los regímenes de izquierda o populistas, como el de João Goulart o el de Jânio Quadros. Dando apoyo a una cadena de gobiernos militares que impulsaron el crecimiento e hicieron grandes obras, al tiempo que reprimían a los opositores, sin alcanzar a conseguir un reconocimiento activo de las masas, como el del fascismo o el fervor que despertaba un Getulio Vargas.
Lo que entró a predicar Lula, no lo inventó él, se trataba de la combinación del impulso al desarrollo y la integración a la vida productiva de millones de seres abandonados a su suerte en las favelas de los suburbios de las grandes ciudades, que en muchos casos sobrevivían hambrientos y drogados, en situación peor que la de los esclavos de la antigüedad, bajo el látigo impiadoso de los capos de barriada de las drogas. Al mismo tiempo que se facilitaba la llegada de capitales extranjeros y la seguridad jurídica. En vez de pisarle los huevitos al inversionista como predicaba la izquierda irreductible se inclinó por la fórmula, es preciso reconocerlo, que había ensayado su antecesor en el poder, Henrique Cardoso, quien de partidario del neoliberalismo salvaje pasa a actuar dentro de un esquema desarrollista abierto a la iniciativa privada y favorable a la integración productiva de la gente de menos recursos y volcado a elevar el nivel cultural de la nación. Ese ha sido el fundamento del impulso de Brasil. Sin que por esto se haya podido ocultar el altísimo grado de corrupción de los jerarcas del partido oficial y sus aliados en el campo de las finanzas. Enfermedad que se extiende como una epidemia en el gobierno de la señora Dilma Rousseff, cuyos ministros, funcionarios y allegados afrontan cargos por corrupción y malversación de fondos, aupados por la ambición de enriquecerse de la noche a la mañana o de aumentar sus millones. La codicia insaciable del círculo de poder, que les repugna a las gentes buenas y humildes, suscita tumultuosas protestas.
En no pocos casos los sectores populares han votado en nuestra región por los candidatos del socialismo del siglo XXI, como por la señora Rousself, que participó en la insurrección armada contra el sistema y estuvo en prisión, siendo torturada, por condenar la corrupción de regímenes anteriores. Resulta que de súbito las masas descubren que los agentes populistas son más corruptos que sus antecesores juntos, lo que se repite en otros países de Hispanoamérica en donde los gobernantes se apoderan de montañas de dinero del Tesoro Público. Lo mismo que en las alcaldías a las que llegan a engordar sus alforjas. Y pareciera, que lo de Brasil tiene un cierto tufillo a las protestas que brotaron por el mismo motivo contra las satrapías de los países árabes, lo que según analistas internacionales puede contagiar a Venezuela, Argentina, Bolivia y otros países.
Todo indica que la población hispanoamericana que ha sido tolerante con la corrupción y se acostumbró, indolente, en cierta forma, a convivir con el estiércol del diablo, se está volviendo airada contra los depredadores de la riqueza pública. Lo que por la inoperancia de la justicia y la miopía de los que defraudan al Estado desde el poder, podría repetirse en otros países. Son momentos decisivos, que como siempre llegan súbitamente y toman por sorpresa a los gobernantes que se encierran en la torre de marfil de su propia demagogia y la inconsciente parodia diaria que representan ante sus pueblos y la comunidad internacional. El que tenga dudas sobre lo que pasa en la región, solamente debe observar lo que sucede en Brasil cuando un millón de personas trepida en las calles para manifestar su descontento y rechazo con el gobierno de izquierda moderada, siendo que los “expertos” sostienen que las masas están condenadas a la soledad de su tragedia, impotentes en el mundo de hoy de romper el control oficial. Eso pensaban los sátrapas árabes como Gadafi…
En vano, en Brasil, los agentes oficiales del Partido de los Trabajadores, intentaron infiltrase en las protestas y encauzarlas. Las masas los rechazaron, execraron y los aturdieron a gritos sin golpearlos, los repudiaron de todas las formas y tuvieron que desistir de su audaz empeño. El Partido de los Trabajadores, ya no los representa, ha sido desconceptuado públicamente y sacado a empellones en las calles por el pueblo que ayer se dejaba embaucar. Todos se preguntan, cuáles son los alcances de ira colectiva, sin jefes, sin objetivos claros. ¿Se apagará como un incendio pasajero, acaso se extenderá por la región?