* Defensores y críticos cruzan argumentos
** A propósito de los “carteles de testigos”
La reciente puesta en libertad del exdiputado del Valle y exsecuestrado por las Farc, Sigifredo López, puso de nuevo sobre el tapete la desgastante polémica en torno de la fiabilidad que dan jueces y fiscales a los testigos que señalan a otros por la presunta comisión de delitos. Ya incluso se acuñó el término “cartel de los testigos”, referido por no pocos sindicados dentro de procesos penales para denunciar que son blanco de señalamientos falsos de personas que sólo buscan algún tipo de beneficio económico, penal o penitenciario. Obviamente no se puede perder de vista que en muchos casos este tipo de alegatos de los acusados hace parte de una estrategia jurídica que sólo busca demeritar artificiosamente declaraciones verídicas.
Más allá de esto último, lo cierto es que en medio de la polémica sobre cómo decantar lo dicho por los testigos, pero también por los acusados e incluso las propias víctimas, sigue planteada la controversia acerca de si en Colombia debería autorizarse el uso del polígrafo como prueba judicial. Es decir, que los resultados de las respuestas que una persona dé estando conectada a lo que comúnmente se conoce como “detector de mentiras” puedan tener validez probatoria plena, poniéndolos al mismo nivel que las pruebas de carácter material. Es más, en el Congreso cursa un proyecto de ley que propone normativizar las pruebas del polígrafo para que sean admitidas como medio de prueba en materia penal, laboral y disciplinaria. Y en días pasados, como reacción al bochornoso caso del exjefe de seguridad presidencial del gobierno Uribe, que admitió ante la justicia de Estados Unidos ser cómplice de los grupos paramilitares, se planteó la posibilidad de que todos los oficiales que aspiran a ascender al grado de general se sometan al detector de mentiras.
Sin embargo, la admisión del polígrafo como prueba judicial plena no es un asunto menor. Todo lo contrario, sus contradictores sostienen que incluso en los países en donde es admitida como pieza procesal no se le considera concluyente por sí sola, sino apenas un indicio. Es decir, que un dictamen científico sobre la veracidad o no de lo dicho por una persona sometida a esta clase de pruebas no permite por sí solo condenar o absolver a un sindicado, pues deben acopiarse otras pruebas de tipo material y fáctico, así como someter al declarante a la sana crítica de sus afirmaciones. También alegan los opositores a validar jurídicamente esta clase de exámenes que hay técnicas que le permiten a una persona suficientemente avezada engañar al detector de mentiras. Y por último, se advierte que en materia de procedimiento penal sería un retroceso volver a sobredimensionar la importancia de los testimonios dentro de los pleitos, pues los avances en materia de debido proceso y respeto a las garantías fundamentales básicas se sustentan, precisamente, en que deben sumarse al acervo probatorio elementos contundentes, más allá de los señalamientos individuales, que permitan al juez tener una alta certeza sobre la viabilidad o no de un fallo condenatorio o absolutorio.
Frente a ese arsenal de argumentos en contra del polígrafo, sus defensores consideran que éste se convierte por sí solo en una especie de filtro que va decantando los elementos probatorios, pues todo aquel que declare sabe que se expone a que una máquina pueda señalar ciertas inconsistencias en sus afirmaciones. Ese temor, sostienen, disminuiría sustancialmente el riesgo de falsos testigos, sobre todo de aquellos que lanzan acusaciones a diestra y siniestra con el único fin, no de ayudar a la justicia a esclarecer crímenes, sino de acceder de manera anómala a rebajas de penas y flexibilidades penitenciarias, así como entrar a rentables programas de protección, ganar recompensas o incluso viajar al exterior en calidad de refugiado o perseguido.
No es, en modo alguno, una polémica fácil de dilucidar. Los penalistas y tratadistas en otros países llevan años discutiendo sobre el tema sin llegar a una conclusión inapelable. De allí, entonces, que el debate en nivel local tenga tintes interesantes desde el punto de vista teórico, pero difíciles de aterrizar en el día a día de un sistema judicial como el colombiano que aún está en proceso de maduración.