La violencia que azota a Buenaventura está, una vez más, en primera plana nacional. La noticia de los últimos días en torno de la existencia de las llamadas “casas de pique”, en donde muchas personas han sido torturadas, descuartizadas y sus restos luego botados al mar, aterra. Más allá del impacto y la estupefacción que producen en la opinión pública esta clase de informaciones, lamentablemente no se trata de una situación nueva sino que meses atrás se había denunciado que la cruenta guerra que sostienen las bandas criminales por el dominio de las redes de microtráfico, contrabando, extorsión y otra serie de delitos asociados estaba llegando a picos de barbarie solo asimilables a los de la época más terrorífica de los grupos paramilitares.
La Defensoría del Pueblo viene desde el año pasado emitiendo informes y alertas tempranos muy preocupantes frente a la crisis de seguridad en el principal puerto de Colombia sobre el Océano Pacífico, en especial las consecuencias de la guerra entre las bandas de “La empresa” y “Los urabeños”, que ha dejado decenas de muertes, atentados sicariales, desplazamiento forzados de centenares de pobladores, denuncias de casos de reclutamiento de menores por parte de esas organizaciones delictivas, picos en extorsión, contrabando de armas y auge del microtráfico.
El hecho de que ahora el Gobierno anuncie un plan de choque con el que la Fuerza Pública tratará de recuperar el imperio de la ley en el puerto y neutralizar la amenaza que representan estas bandas criminales es, sin duda, positivo. Pero también es claro que la crisis va más allá de la militarización de la ciudad o el aumento sustancial del pie de fuerza policial. Se requiere una intervención más profunda e integral, toda vez que las Bacrim han podido ‘asentarse’ en Buenaventura porque encuentran un caldo de cultivo propicio para ello: altos índices de pobreza y desempleo, exclusión social de amplios sectores poblacionales, baja cobertura de servicios públicos y formalización urbana, débil infraestructura institucional, prevalencia de la economía informal, corrupción rampante, juventud con pocas oportunidades de progresar…
Es evidente que la crisis en Buenaventura está sobrediagnosticada, ya que desde 2012 se había advertido de la cruenta guerra entre bandas y sus peligrosas consecuencias. Es hora de acudir a un mecanismo de intervención más audaz, ya sea ordinario o extraordinario. Esa ciudad debería ser el piloto de un plan de choque conjunto desde el punto de vista militar, policial, judicial, económico, social e institucional, que sirva como guía para aplicarlo en otras ciudades en donde las Bacrim también se han fortalecido y dominan gran parte de la actividad criminal. De poco serviría recuperar transitoriamente la seguridad en el Puerto, si el caldo de cultivo para que anide y germine de nuevo la violencia sigue latente, a la espera de que baje el volumen de uniformados en las calles y las operaciones intensivas de la Fiscalía.