El microtráfico de estupefacientes es, sin duda alguna, una de las mayores amenazas, sino la más, para la seguridad ciudadana. De él se deriva todo un espectro delincuencial que va desde el pequeño narcotraficante como tal y su red de distribución y de ‘control territorial’, hasta el consumidor que con tal de satisfacer su vicio no duda en robar o matar. Y alrededor de este escenario germinan otras mafias muy localizadas en relación con el hurto menor y de autopartes, el comercio ilegal de armas, la prostitución, el tráfico de personas, microextorsión, los juegos de azar ilícitos, las ‘empresas’ de mendicidad, el contrabando y la falsificación de marcas…
De allí que combatir el microtráfico sea hoy tanto o más importante que la lucha contra los grandes carteles, sobre todo porque no sólo estas macroestructuras criminales han sido desarticuladas en los últimos años por el esfuerzo conjunto y eficaz de la Fuerza Pública, los gobiernos de turno y la rama judicial, sino porque debido a esa misma ofensiva frontal el negocio del tráfico de estupefacientes se atomizó, surgiendo los llamados ‘cartelitos’ y ‘microcartelitos’. Y estos últimos tienen la particularidad de una alta rotación en sus cúpulas, de forma tal que cuando un cabecilla cae abatido por sus propios rivales o en enfrentamientos con las autoridades, o es capturado por las mismas, hay un relevo casi automático en la jefatura de esas facciones delictivas. A ello hay que sumar que el negocio del narcotráfico ha sufrido variaciones sustantivas en la última década por un mayor índice de drogadicción interna, la irrupción creciente de la oferta y demanda de las llamadas “drogas sintéticas”, la cruenta guerra entre las bandas criminales emergentes (Bacrim) por el dominio del mercado de narcóticos y la asociación de éstas con la guerrilla y los carteles mexicanos en materia de cultivo, refinamiento, producción, comercialización y exportación de estupefacientes…
De allí que la guerra abierta que este Gobierno ha declarado contra el microtráfico en todos sus niveles no sólo responde a una urgencia manifiesta, sino que apunta a ser una estrategia eficaz en el corto plazo para golpear de forma tangible este ilícito negocio que mueve millonarias sumas al día. La primera parte de la estrategia fue la operación lanzada a escala nacional para acabar con las 75 grandes “ollas” de venta y consumo de bazuco, marihuana, cocaína, heroína y “pepas” más conocidas en todo el país. Un plan que se lanzó el año pasado y sobre el cual el Gobierno dio en febrero parte de victoria, afirmando que se intervinieron sectores de las más grandes ciudades y capitales en donde desde hace varios años funcionaban estas “plazas de vicio”.
Sin embargo, desde el mismo momento en que empezaron a golpearse estas grandes “ollas”, se evidenció -al igual que lo que pasó con los carteles- una atomización de esas mafias locales, de forma tal que en lugar de concentrarse en determinados barrios o cuadras, se distribuyeron por amplios sectores urbanos, con operaciones más pequeñas, haciendo así más difícil su detección y combate.
Es allí en donde el anuncio esta semana de las autoridades en torno de que en la guerra contra las ahora llamadas “miniollas” un paso fundamental será la demolición de las casas y otros inmuebles en donde se vende la droga. Plan que empezó a ejecutarse ayer mismo y que tiene en la mira no menos de cuatrocientas viviendas y locales en todo el país.
Lo importante aquí es que la guardia no se baje en ningún momento y que las autoridades estén atentas a que los ‘jíbaros’ no migren a pocas cuadras de las casas derrumbadas y vuelvan a sus andadas. La presión debe ser permanente, focalizada y siempre en llave con la comunidad barrial o zonal. Esa es la clave del éxito en esta cruzada contra el microtráfico.