* La primavera colombiana
* Intentar un referendo aprobatorio
No puede, bajo ninguna circunstancia, marchitarse la enorme y satisfactoria reacción ciudadana en favor de la Constitución y el cambio.
Por el contrario, en dos años está demostrado que la política, la verdadera política, está en la calle, en la conciencia de la gente, en el embate de la juventud y más allá, en la sensación de todos ser jóvenes, anhelantes de futuro y un mejor porvenir, y en la certeza de que la transformación es posible.
Así ha quedado signado, tanto en las actuales circunstancias en que el pueblo anónimo actuó de barrera ante la afrenta y conjura de la llamada reforma a la justicia, mampara del desmán institucionalizado, como meses atrás cuando la reforma de la educación feneció en medio de las manifestaciones creativas, pacíficas y multitudinarias de los universitarios. Una percepción de la revolución de 1968, con sus consignas y entusiasmo, pero por encima de su romanticismo y con resultados concretos. Aquí cambiaron las cosas, y la población en su conjunto es actora permanente y definitiva, no sólo para elecciones.
Hay, pues, una primavera colombiana. Una gran primavera colombiana.
La nueva sociedad, con sus redes sociales, medios de comunicación, páginas electrónicas, emisoras e imágenes, respira el frescor de una nación con vocación futurista, innovadora y contemporánea, frente a una clase política acartonada, viciada, regresiva, apenas vigente en sus coletazos y atrincherada tras los muros neoclásicos del Congreso, que ni siquiera sabe o consulta la historia del país, mucho menos sintoniza el espíritu de los tiempos modernos. Por lo tanto, una clase política desorientada, inútil pero ávida, dedicada a reciclar sus puestos y canonjías. El olor ciertamente es muy diferente: allí de lo descompuesto, allá del rocío al amanecer.
Una primera expresión de ello se dio, en 2010, con la "ola verde". No pudieron sus voceros interpretar y canalizar aquel fenómeno que se presentó de modo intempestivo, cuyo viento de cola los abrumó. Pero quedó la levadura, sin enseñas o partidismos, que resurgió poco tiempo después, como se dijo, con la caída de la reforma educativa liderada por la juventud. Que no vale sólo por sus resultados, sino particularmente por sus métodos pacíficos e imaginativos, y cuya esencia pervive, cotidiana, en una alerta subconsciente y constante, dilatada en todos los sectores, expresiones y verdaderas fuerzas vivas del país. Lo que denominan: conciencia política. Y lo dejaríamos sin calificar: conciencia.
En la actualidad, por fortuna, el fenómeno ha vuelto a palpitar al actuar de dique de contención al reto planteado por los correligionarios de la vieja guardia, los del antiguo país, que sólo así hubieron de recular tras ditirámicos discursos en el hemiciclo todavía, ¡todavía!, veintejulieros como ayer. No lo habían hecho antes, a pesar de las investigaciones penales y tantos de sus compañeros encarcelados, y ahora han pasado del desembozo al embozo, del ladrido al gruñido entre dientes, en espera de que olviden sus conductas, pendientes de si las sanciones políticas y sociales merecidas irán a archivarse en la telúrica y episódica marcha nacional, acostumbrados a replegarse y agazaparse para restituirse cuando las aguas se calmen, o revuelvan en otras vicisitudes, y retornar por los fueros de lo que paulatinamente hicieron durante todo el trámite de la llamada reforma a la justicia, que no era más que legislar en beneficio propio y levantar las esclusas de todo lo que les era incómodo y peligroso a sus fines. Hasta que la gran mayoría dijimos, todos a una: ¡no más!
Sí, la misma consigna que contra guerrilleros, paramilitares y narcotraficantes; sí, idéntica, ¡no más! Porque al igual que con ellos, con estos el país se ha sentido golpeado y zaherido en las mismas proporciones y en lo más profundo de su identidad, de sus anhelos, y de su viabilidad como nación civilizada que pretende ser y las posibilidades contemporáneas que busca conseguir.
El antecedente remoto del fenómeno en curso se dio, justamente, en la Séptima Papeleta que originó la nueva Constitución, básicamente contra la clase política y en coalición entre las fuerzas del cambio consensuadas y de todo orden, con el sustento y aval populares, que encontró debido eco en el Gobierno. Entonces se demostró, en una primera primavera y un requiebre real de la historia (hay muy pocas cosas verdaderamente históricas), que sí se podía y se desbloqueó un sistema que no encontraba salidas a su laberinto pétreo.
Vino el optimismo, por desgracia inmediatamente torpedeado por el narcotráfico y sus vasos comunicantes del Proceso 8.000 y la parapolítica, con la inflamación del quiste subversivo, hasta hoy. Aún así, desde entonces el país mantuvo su fe en la Constitución todavía en medio de las barbaridades que se inventaron para neutralizarla, entre ellas el estropicio de la reelección presidencial inmediata y todas las maniobras espurias que rodearon su instauración hasta demostrarse el grandísimo y nocivo embeleco que era, es y seguirá siendo, según denunciamos aquí en su momento con todas las letras ante una opinión pública anestesiada por los cantos de sirena del mesianismo que, garoso y empachado, quiso entronizarse por varios períodos más.
Pudo, sin embargo, sortear Colombia la erosión y desestabilización desde todos los flancos, en éstas décadas, incluso con el Estado poroso y filtrado hace tiempo por sus propias fuerzas, en ascenso corrompidas aún en las instancias más altas, hasta desnudarse la conspiración final en la que, en los últimos días, quedó al descubierto el cuerpo del delito ante la indignación nacional. Hay un punto de inflexión. Hoy la reacción puede llamarse como se quiera, referendo derogatorio o revocatoria. Podrá pensarse, por igual y por la positiva y viable, en un referendo aprobatorio que incluya lo que la sociedad quiere y ansía en cláusulas sencillas. En todo caso, ¡no más!, vía libre a la primavera, en lo que somos y seremos materia disponible frente al invierno y naufragio institucional a que nos han sometido.