No son pocas las denuncias en las últimas semanas en torno de que algunos movimientos de protestas y paros en distintos sectores de actividades regionales y locales están siendo manipulados tras bambalinas por dirigentes políticos. Incluso, altos funcionarios del Ejecutivo han advertido que cuando ya parecen estar listos los acuerdos con los líderes de las manifestaciones, de un momento a otro, entre llamadas y mensajes que van y vienen, todo lo pactado queda en el aire y la única directriz de los voceros de los paros es que éstos se mantienen.
Igual ocurre con los movimientos de protesta que se están registrando en algunas instituciones educativas de distinto nivel. Se afirma en voz baja que hay dirigentes estudiantiles y sindicales que estarían relacionados con candidaturas al Congreso y aprovechan las manifestaciones como vehículo proselitista indirecto.
Aunque no hay una denuncia formal que permita señalar e individualizar a quienes estarían manipulando algunas protestas con claros fines electorales, ya sea para conseguir apoyos para determinadas causas políticas o, en su defecto, fortalecer ciertos liderazgos, lo cierto es que se trata de una situación muy preocupante que desdice de lo que debe ser el libre derecho a la protesta.
Precisamente ese debió ser uno de los aspectos que la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) debió también analizar esta semana durante la sesión en que se evaluaron las quejas de algunas ONG y sectores sociales sobre una presunta criminalización de la protesta en nuestro país y los señalamientos a la Fuerza Pública por el uso de la fuerza en los recientes paros campesinos.
Esas sombras sobre las verdaderas intenciones de los promotores de algunos paros ya están empezando a generar escenarios complicados. Por ejemplo, debe llamar a alertas tempranas lo que pasa en algunas universidades públicas en donde están surgiendo grupos de estudiantes que, ante el riesgo de perder el semestre por la parálisis en la actividad académica provocada por tomas y bloqueos de los campus, amenazan con enfrentarse a los comandos estudiantiles que lideran las manifestaciones. ¿Qué podría pasar el día en que los escenarios de las universidades se conviertan en batallas campales entre los alumnos que insisten en las manifestaciones y paros (más allá de si la motivación es válida o no) y aquellos que reaccionan con desespero al ver que los semestres son cancelados y ello implica aplazar aún más la posibilidad de graduarse? Ese es un riesgo que debe analizarse con objetividad y desapasionamiento e ir tomando las debidas precauciones para evitar tragedias anunciadas.
Por el momento, el único llamado que se puede hacer es a las propias organizaciones, gremios, ONG y estructuras organizadas de campesinos, trabajadores y estudiantes para que no permitan que sus acciones de protesta se vean empañadas por personajes que tras bambalinas mueven los hilos con el fin de evitar acuerdos o presionan el nivel de exigencias a puntos que saben serán imposibles de aceptar para las entidades gubernamentales.
El derecho a la protesta también es de doble vía y exige no sólo del Estado la obligación de garantizarlo al máximo posible, sino que impone el deber a los manifestantes de evitar que sus causas sean manipuladas para que sirvan a terceros intereses.