Navidad, presente, presente... | El Nuevo Siglo
Domingo, 23 de Diciembre de 2018
  • Momento de renovar el espíritu
  • A derrotar el materialismo agobiante

 

La Navidad tiene la característica incomparable, ante cualquier otro evento universal, de sacar a la luz lo mejor de la condición humana. Es ahí, precisamente, cuando es posible apreciar con mayor nitidez la manifestación benévola del cristianismo. Porque de eso se trata, a fin de cuentas. Es decir, de afianzar la solidaridad entre las personas, a partir de celebrar el nacimiento de Cristo que, pese al advenimiento milenario, no pierde vigencia ninguna como factor inmediato y tangible de la esperanza.

Tal vez sea por ello, durante esta época decembrina, que la sociedad experimenta una alegría íntima y contagiosa que, de modo paulatino y como una muestra de renovación imperceptible, va acrecentándose colectivamente al amparo de los elementos extrínsecos que se van sucediendo en la hechura del pesebre, la decoración del árbol, el disfrute de la iluminación nocturna y tantas otras circunstancias que revivifican el espíritu. Ese estado, en el que se tienden a olvidar las vicisitudes diarias y se abre un margen espléndido a la sensibilidad, constituye el factor prioritario que, en lo más profundo de cada cual, permite ante todo celebrar el misterio de la vida una vez al año.

En el mundo contemporáneo, fruto de la aceleración económica y tecnológica sin precedentes, suele abrirse poco espacio a la conexión del individuo con su ser trascendente. Salvo quienes tienen una compañía inigualable en la oración cotidiana, esas necesidades del alma tienden a pasarse por alto. Dentro de la globalización indiscriminada se ha tratado en ciertas partes de Occidente, sin embargo, de encontrar aliciente en algunas particularidades de la cultura oriental, como el yoga o la meditación, en situaciones que muchas veces son legítimas, pero que en otras responden al bluf de quienes creen que solo lo desconocido es genuino. En todo caso, no hay en Oriente, con todas sus virtudes trascendentales, una festividad que convoque y expanda de tal manera el espíritu colectivo como la Natividad cristiana. Esto porque la religión de Cristo, a diferencia de muchas filosofías orientales, se basa en el amor, o sea, en sus dos premisas primordiales: amar a Dios sobre todas las cosas y amar al prójimo como a ti mismo.

No obstante, podría parecer rimbombante esta invocación sencilla en quienes de otra parte confunden la Navidad con una avalancha de consumismo. Quizá sea esa la expresión más rotunda de lo que no se quiere. Desde luego, el acto de regalar produce regocijo tanto en quien recibe como en quien entrega. Es finalmente una muestra material de afecto y una demostración del ámbito temperamental dirigido a enaltecer los buenos sentimientos, ya en el recogimiento de la familia, ya en el colegaje laboral, ya en el anonimato de la calle, ya en las imágenes de otras partes del orbe compartidas en la pantalla. De hecho, la Navidad viene acompasada con todo aquello que, por sí mismo, encarna lo benevolente. Basta leer esa maravillosa narrativa de la Novena, que los amargados consideran vetusta, para encontrar reiterativamente términos concernientes a la paz, la humildad, la bondad, el desprendimiento, la prudencia, y así sucesivamente, hasta desdoblar la mejor doctrina. No está mal, por supuesto, que todo ello cobre significado en los regalos y las diversas expresiones de la fiesta que se vive. Al fin y al cabo, en el mismo pesebre las dádivas tuvieron amplia cabida como símbolo de bienaventuranza y acogimiento bajo la estrella de Belén.

Lo que no obstante resulta completamente desaconsejable es distorsionar el evento adventicio a cambio de una infinidad de objetos materiales. Una cosa es vivir en una sociedad de consumo, dentro de los límites ponderados de un sistema económico de oferta y demanda aprovechable por todos, y otra desbordar los parámetros de austeridad y sensatez que impone el buen uso del propio sistema. En otras palabras, y pese a las espinosas y “creativas” invitaciones comerciales en contrario, traspasar la delgada línea de lo que supone los linderos de una sociedad de consumo para pasarse al consumismo desbocado. Que es precisamente, además, una extravagancia en la que se sepulta de antemano el espíritu navideño. Por eso da grima ver informaciones de cómo gastarse la prima completa, anuncios publicitarios con promociones inexistentes y todo tipo de malabares mediáticos para entrar en los bolsillos de los ciudadanos sin distingo. No solo es agobiante, sino de alguna manera un acto de deslealtad cuyo fin único es propiciar el materialismo a toda prueba por encima de la reivindicación espiritual primigenia.

Por fortuna, el sentido de Nochebuena, como dinámica renovadora del espíritu humano, sigue prevaleciendo ante el embate materialista. Sea esta una nueva oportunidad de demostrarlo. ¡Feliz Navidad!