ENTRE las actitudes que sorprenden a los extranjeros, que visitan el país o se establecen aquí, se destaca indolencia frente a los hechos de violencia. La insensibilidad con la que se reciben las noticias sobre la muerte de los colombianos en el conflicto armado, la insolidaridad con las Fuerzas Armadas cuando ponen los muertos. La sociedad los observa como simple espectadora. Los analistas del comportamiento colectivo sostienen que ese fenómeno de indiferencia, egoísmo y frialdad, se debe al pobre desarrollo de la conciencia nacional y la solidaridad. La gran masa de los habitantes del país llega al mundo bajo el signo trágico de la aciaga violencia homicida. Están acostumbrados a oír noticias diarias sobre muertes por causa de la violencia, genocidios, cementerios clandestinos, guerras de bandas criminales, toda suerte de atentados. Informaciones reales que se confunden con los noticieros que dan cuenta de guerras en el exterior y más muertes. Así como se filman novelas nativas que exaltan la barbarie, muestran a los jefes de las mafias como poderosos dueños de la riqueza mal habida, de vehículos costosos y aviones, que imponen su ley por medio del soborno, del revólver y se rodean de lujos exóticos, bellas mujeres, de preferencia supuestas reinas que los colman de atenciones. Para los jóvenes esos personajes son famosos “bacanes”, verdaderos héroes. Para la muchachada con aspiración de convertirse en sicarios que se entrenan en las comunas de Medellín, las barriadas de Cali, Bogotá o Barranquilla o en los pueblos, esos son sus héroes. Pablo Escobar, el gran redentor, que regalaba viviendas, fincas, vehículos y armas a sus seguidores, quien llegó al Congreso en una lista disidente en 1982 y en 1989 la revista Forbes lo incluye entre los grandes ricos del planeta.
La sociedad colombiana se muestra indiferente frente a la violencia, no todos entendieron la importancia de incorporar a la civilización esas extensas regiones en las que campea el poder de la fuerza, ni se motivaron para intentar explotar y desarrollar la periferia del país. Esa tarea que les repugnaba a los citadinos se les dejó a las comunidades religiosas, que por mística y evangelizar, se sacrificaban a vivir con las tribus primitivas o en aislamiento y soportar las enfermedades endémicas, que en ocasiones les cobraban la vida. Y hoy ese es el problema fundamental del país: ¿cómo hacer la paz? ¿Cómo incorporar al desarrollo esas riquísimas zonas en donde campea la violencia de diverso signo y se carece de infraestructura? ¿De contratar carreteras periféricas, cómo se va controlar su ejecución, si en Bogotá se otorgan los contratos millonarios y se construyen vías de tercera o no se ejecutan? ¿Cómo impedir la atomización del país? El día que sembremos de bosques una parte de la periferia, inicialmente, unos 6 u 8 millones de hectáreas, conseguiremos avanzar al desarrollo y transformar el medio positivamente. En ningún momento las Farc han dicho que abandonan el proyecto de Tirofijo de la República del Sur, al que podrían avanzar en tanto se consoliden mediante la negociación de las Zonas de Reservas Campesinas o repúblicas independientes. Para dar una idea, recordemos que la región del Catatumbo, una de las zonas rurales que se promueve tiene una extensión de 10 o 11 mil kilómetros, la mitad de El Salvador.
El oro que se extrajo por varios siglos en el Chocó, por desgracia casi no contribuyó al bienestar de sus habitantes, que vieron pasar toneladas del preciado metal por sus narices o colaboraron en su explotación, a cambio recibían dádivas miserables, cuando ya hacía mucho tiempo que había sido abolida la esclavitud en Colombia. Nadie en sus cabales quiere que esa historia vergonzosa se repita en el resto del país. El contradictorio y triste espectáculo de zonas mineras riquísimas en la periferia, de las que se extraen preciados minerales en tanto los habitantes humildes siguen en la pobreza es doloroso. Algunos minerales estratégicos están pasando por simple contratación al monopolio foráneo. Las Farc y otros grupos subversivos manejan la explotación de varias minas y venden la producción a las multinacionales. Y, lo que es peor, los vecinos de esos yacimientos en las diversas regiones del país, por lo general reciben de los subversivos salarios de de hambre cuando los contratan a destajo. En el caso de las carboneras los trabajadores y vecinos sufren enfermedades pulmonares y de distinta índole por cuenta del polvillo del carbón.
Gran parte de las gentes que están en paro y que han salido a marchar en distintas regiones del país, pertenece a esos sectores marginales o ligados a éstos, con la caída del precio del carbón o de otros productos de los que viven, se encuentran sin empleo. Eso pasa en algunas zonas de Boyacá y se repite en otras regiones. El carbón de Boyacá debe ser transportado por carretera y con los precios de la gasolina por las nubes, es más caro movilizarlo que extraerlo. Las minas están paradas, los lugareños desesperan en la miseria. No es casual que la Drummond lleve varios meses en huelga.
Es evidente que los males vienen de décadas atrás. El Gobierno no puede por su cuenta hacer subir los precios del carbón, que se cotizan en los mercados internacionales según los movimientos de la bolsa, que dependen en parte de las fluctuaciones del petróleo, como de la oferta y la demanda. Lo que sí puede hacer el Gobierno es crear un fondo minero que pueda subsidiar los sectores más deprimidos del sector en tiempos de vacas flacas. Ya en el pasado se creó un fondo petrolero, el cual en un descuido lo gastó el gobierno anterior en el supuesto de que el petróleo seguiría al alza indefinidamente, cuando el preció cayó y se presentaron problemas, se estableció nuevamente. Es imperioso pensar en grande e impedir que se malbaraten las regalías, es urgente crear un gran fondo minero nacional que pueda actuar en tiempo de vacas flacas, de caída de la producción y servir de músculo al desarrollo periférico y los productores.