En una de sus acepciones la palabra “manes” se refiere a los dioses caseros de los romanos, lo mismo que señala el influjo de las almas de los muertos sobre los vivos. Es en ese sentido de origen mitológico que se aplica en esta ocasión y se refiere al influjo que los mitos de la izquierda decimonónica vienen ejerciendo sobre los colombianos, para justificar la violencia y sus exigencias políticas. Desde los orígenes de la República se entendió que la función esencial del Estado es garantizar el orden legítimamente establecido, así como el uso legítimo de la fuerza. Como lo señalan los eruditos: “una sociedad no podría subsistir sin un poder social destinado a asegurar su funcionamiento”. Y ese poder en las sociedades por naturaleza debe ejercerlo el Estado, al que corresponde por delegación el uso legítimo de la fuerza. Se desquicia parcialmente el Estado en un país en el cual, las organizaciones subversivas compuestas por aventureros y bandidos, han establecido un control antidemocrático, mediante el uso de la fuerza desde el punto de vista estratégico como del 70% del territorio nacional, preferentemente en las zonas de la periferia, durante gran parte de mediados y finales del siglo XX y lo que va del XXI. Ese predomino de la subversión en las selvas y montañas de Colombia, que la contracultura quiere mantener mediante la negociación, debe desaparecer para que la política de convivencia prospere y se alcance la paz. Es preciso abolir la ley de jungla del más fuerte y restablecer la civilidad.
Y como estamos en tiempos de negociación de paz se olvida que las principales víctimas de la violencia en algunas regiones, como en el mismo Catatumbo, han sido antiguos labriegos conservadores o de partidos de orden, sometidos por la fuerza a la voluntad arbitraria y criminal de las bandas armadas. Las que desde sus orígenes del levantamiento armado local inspiradas en el Che Guevara, a los de tipo socialista, comunistas, castristas, trotskistas, maoístas y cierto grado de anarquismo utópico, han competido por aterrorizar a los campesinos. Lo mismo puede decirse de los agricultores e indígenas que han sido torturados, vejados y forzados a los peores oprobios en el otro extremo del país, en los riscos de Nariño o en las selvas del Putumayo. Las mujeres de esas y otras regiones mil veces maltratadas, humilladas, ultrajadas, violadas y apaleadas como esclavas por los violentos de diversas tendencias, que se ven obligadas a parir hijos de sus verdugos. Situación ominosa que se extiende a las mujeres secuestradas que son ultrajadas por sus captores, las que, en ocasiones, no saben de quien es el padre entre los torturadores que las usaban para saciar sus apetitos bestiales. Esas mujeres víctimas por años de sus captores, casi no cuentan en los informes sobre la violencia. Se quedan en las estadísticas. Incluso se dan casos en los que se ridiculiza a la mujer que denuncia sus captores, en las que estos aducen cierta supuesta complicidad afectiva, en algunas culturas bastaba manifestar la voluntad de casarse con ella para que quien, ocasionalmente, lo hiciera abusara para siempre en la impunidad. En la actualidad, por manes de la contracultura que está de moda por considerar que: “es clave omitir esos hechos para el proceso de paz”. Estos gravísimos atentados contra la sociedad y los derechos de las minorías en los campos se quieren borrar, para facilitar que sus verdugos tengan mañana el control político regional.
Lo mismo que, dentro de ese esquema imperativo de la contracultura, se debe olvidar que la subversión por décadas se dedicó a destruir la poca infraestructura de la periferia del país, las vías, los puentes, los bancos, las estaciones de Policía, los centros comunales, hasta se lanzaban ataques contra las plantes eléctricas y los puestos de salud. Muchas veces la población civil se usó como escudo o se la sacrifica cuando lanzan los ataques con granadas y bombonas de gas contra las veredas alejadas y desguarnecidas. Se disparaba contra ambulancias y se eliminó a sus ocupantes. Eso es la historia de terror.
La estrategia de tierra arrasada ha sido la de aislar esas regiones para favorecer los cultivos ilegales y su comercio clandestino, en ocasiones con marchas pacificas o turbulentas. Lo mismo que apoderarse de gigantescas extensiones de tierra, en las que en una sola zona llegaron a casi un millón de vacunos, como lo reseña un informe oficial. Siempre con miras a conformar la República del Sur. En algunas regiones controladas por las Farc, como en el Putumayo se encontró una refinería artesanal explotada por ellos. En otras partes, principalmente en las fronteras, venden o canjean el coltán, mineral de gran valor estratégico. Se sabe que de algunas zonas del país por años han sacado apreciables cantidades de uranio y otros valiosos minerales, que no registra la estadística oficial. Está comprobado que las Farc han mantenido un tráfico continuo y clandestino de tungsteno por el Amazonas en el Guainía, lo mismo que controlan parte del oro que se explota en esa extensa y rica región, que se vende por lo general en el Brasil.
Las noticias de esa riqueza en la que poco se ocupan los medios de comunicación de nuestras ciudades, llaman vivamente la atención de los inversionistas de Bolsa en las grandes capitales de Estados Unidos y Europa. En particular por el hecho evidente de que la cuantiosísima riqueza minera se encuentre principalmente en las zonas menos pobladas, en donde la presencia del Estado es casi ínfima o nula. Por lo que algunos sostienen que la guerra por apoderarse de esos ricos minerales ya comenzó, está en el trasfondo del conflicto armado y en la negociación con los subversivos, ellos sostienen en La Habana que la política sobre la tierra trasciende la superficie agrícola, comprende todos los aspectos y en particular el minero. Y saben de lo que están hablando, por eso reclaman zonas campesinas donde imperen sus dictados. En esos casos las transnacionales no tienen escrúpulos en negociar hasta con el diablo y poco les importa contribuir al desangre y la atomización de un país, si consiguen buenos dividendos, como se ha demostrado en otras regiones.
La Agencia Blomberg en su informe obtenido in sito, explica la forma como opera el mercadeo ilegal en el Guainía, donde los indígenas cumplen labores artesanales para encontrar preciados metales que comercializan con el apoyo de las Farc. Lo que antes ya había mencionado El Nuevo Siglo. Y comentan que el grupo subversivo explota el tantalio que se usa en motores e inventos sofisticados, que se venden y compran adulterando los datos de procedencia. Se sabe que las Farc explotan la mina de Cerro Tigre que produce semanalmente unas 15 toneladas de wolframita, de la que sacan el valioso tungsteno. Y los mejores clientes, según el mismo informe, son BMW, Ferrari, Porche, Wolkswagen, Siemens. Y empresas como Apple. Hawlet Packard Co y Samsung Electronics Co.