* A salvo la democracia francesa
* Un nuevo método de gobierno
La contundente reelección del presidente centroderechista Emmanuel Macron, en el balotaje de las elecciones francesas, resulta un hecho fundamental frente a quienes todavía creen en aventuras populistas y tentaciones autocráticas de cualquier índole. Porque lo que triunfó ayer en Francia, en primer lugar, fue la democracia con sus postulados esenciales y su desarrollo impostergable.
Esto ciertamente es de celebrar en medio de las estridencias y las trifulcas políticas que algunos proponen en diferentes rincones del mundo (incluida Colombia) como seudo redentores de los pueblos y demagogos mesiánicos en toda la línea.
En efecto, en el país galo se salvó la aproximación a los problemas sociales a partir del respeto del orden y las libertades, así como su resolución eficaz por encima de las polarizaciones esterilizantes. Por consiguiente, los franceses dieron una vez más su aval a los contenidos civilizadores de la política, resolviendo el dilema que habría podido llevar al abismo que contienen los extremismos, cuya única propuesta real es precisamente su propia esencia vacua: ante cualquier escollo, una posición extrema. Ese fue, justamente, el proselitismo derrotado en Francia.
Por supuesto, no era fácil distraer a la gran mayoría de franceses del hilo de la historia. Al fin y al cabo, la fuerza de toda nación, y mucho más en ese país, obedece a la idea de que el acumulado histórico no se echa por la borda frente a las naturales incidencias sociales. Y que, por el contrario, estas pueden o deben resolverse dentro del marco de la tradición, cuando con base en este soporte social ineludible, que da piso a las instituciones, se tiene el vigor para preservar lo que se ha demostrado exitoso y la entereza de modificar lo que necesita cambiarse.
Para llevar a cabo un planteamiento de esta índole se requiere, por descontado, no solo sentido de la historia, sino del Estado y de la democracia. Caso típico el de Macron que, en vez del patrioterismo anacrónico de su contrincante, Marine le Pen, supo tocar las fibras de sus gobernados, sin estridencias, pero con inteligencia y fe ciega en el legado histórico francés como activo fijo del pueblo galo y también como fundamento imprescindible para recuperar el alicaído liderazgo de Europa.
Si bien los populistas europeos de siempre han destacado el aumento de Le Pen frente a las elecciones anteriores, incluso exagerando los rubros, lo cierto es que, aun en medio de las circunstancias más adversas, como la pandemia del coronavirus, las protestas de los “chalecos amarillos” o las secuelas inflacionarias de la guerra de Ucrania, Macron obtuvo ganar con cerca del 60 por ciento. O sea, logró un mandato rotundo, mientras que Le Pen, con todo el viento de cola supuestamente a favor, estuvo a casi veinte puntos de diferencia: la misma derrotada de tantas veces.
De hecho, algunas de las propuestas de Macron podían fácilmente tildarse de impopulares, como el aumento de edad de jubilación. Inclusive lo llegaron a catalogar de “candidato de los ricos” por proponer una rebaja sustancial de varios impuestos y prometer seguir con la recuperación económica de las empresas francesas. En todo caso, el soñado brexit francés, que era la propuesta palpitante de Le Pen, estuvo muy lejos de convertirse en realidad y, por el contrario, la alianza francoalemana y la preservación de la Unión Europea en la que tanto insistió Macron han recibido un plebiscito favorable.
Por eso, naturalmente, presidentes serios y muy exitosos, como Mario Draghi, que ha venido salvando a Italia de las garras del populismo, sostuvo que el triunfo de su homólogo francés es la mejor noticia, no solo para los galos, sino para los ciudadanos europeos, resumiendo el sentimiento de muchos líderes.
Por supuesto, Macron no es tan ingenuo de pensar que su triunfo no se debió, en parte, al rechazo al extremismo de Le Pen más allá de sus propias ideas. Por lo cual, como era de suponer, dijo que gobernará para todos los franceses, con base en un consenso o un “nuevo método”, según afirmó, incluidos aquellos que se han sentido inconformes o han sido encolerizados por cuenta de un emocionalismo extravagante al que se recurrió para meterle gasolina al fuego y derivar réditos de la intermitente combustión francesa.
Macron, a sus 44 años, ha logrado pues no solo su reelección, ya de por sí relevante, sino el acto aún más histórico de haber preservado la simbólica democracia francesa. Una buena nueva, no solo para Francia y Europa: para el mundo entero.