- No solo se trata del pacto Santos-Farc
- El antídoto de la discordia en un acuerdo nacional
Ya se sabe por anuncio de la propia Corte Constitucional que las seis objeciones por inconveniencia presentadas por el presidente Iván Duque al Congreso, al proyecto de ley estatutaria de la JEP, son completamente legítimas. En efecto, nacen ellas de atribuciones típicas, intrínsecas y connaturales al Jefe de Estado, dentro de la formación de las leyes. Por tanto, contienen un alcance de primerísima categoría en la democracia.
En esa medida, el alegato en la ponencia de la comisión accidental de la Cámara de Representantes, según el cual no caben dichas objeciones, trayendo a cuento una eventual cosa juzgada constitucional, no tiene asidero. Por el contrario, aducir ese concepto a fin de rechazarlas resulta, no solo negativo, sino que es en parte temerario. Porque en vez de buscar elementos coincidentes para generar un ajuste concertado y mínimo a las llamadas cláusulas de la paz, lo que palpita más bien es la intención de crear un ambiente conflictivo, irascible, desprovisto de la sindéresis propia de quienes ocupan una curul parlamentaria. Que es, a fin de cuentas, lo que han pretendido aquellos que ven en semejante tema un verdadero ring boxístico en lugar de un escenario para la concordia y una plataforma mancomunada para encarar el futuro.
Dotar a la paz, pues, de bases más sólidas, superar la fractura democrática infringida por el plebiscito, hacer por decirlo así un relanzamiento del proceso de reconciliación, debería ser motivo, como lo hemos insistido hasta la saciedad, de un acuerdo nacional en el hemiciclo parlamentario. No en vano, asimismo, los congresistas, según reza la Constitución, deben votar consultando la justicia y el bien común. Y es ese bien común el que está en juego cuando se trata precisamente de aglutinar la mayor cantidad de voluntad política posible en torno de los propósitos nacionales. Uno de los cuales, a no dudarlo, viene establecido en preceptos como aquel de que la paz es un derecho y un deber de obligatorio cumplimiento (artículo 22). Sobre esa conducta, ordenada por la misma Constitución, la paz no puede ser sino una “paz nacional” y no de grupo, partidista o de ninguna otra índole, tanto en cuanto entraña lo más sensible y profundo del contrato social entre los colombianos. Ese es el verdadero espíritu y no el manoseo politiquero de los últimos tiempos.
De hecho, el concepto de la paz como derecho y deber indisoluble proviene nada más y nada menos que de la propia sentencia de la Corte Suprema de Justicia de entonces, en que se autorizó la convocatoria a una Asamblea Nacional Constituyente, de suyo, por un margen estrecho ya que estaba prohibida. En esa época se soportó la tesis en la doctrina del tratadista y filósofo italiano Norberto Bobbio, según la cual una Constitución comporta, en el fondo y de base, un sistema sobre el que se asientan los pilares de la convivencia social. Lo que asimismo conlleva un “tratado de paz” implícito, que compromete los designios pacíficos de los asociados a todo lo largo y ancho del Estado de Derecho, y de donde deviene su carácter consensuado y así como coercitivo. En suma, es solo de tal manera como la paz puede postularse de derecho síntesis. Y no de garrote, unos contra otros.
No es ese postulado, por demás, un simple “consejito” constitucional, o un inciso cualquiera, sino que entraña el mismo corazón del cuerpo social. En consecuencia, no puede tomarse desde una perspectiva indolente, a las volandas o de obstáculo del consenso. Tampoco hay naturalmente peor enemigo de la paz que el sectarismo, la polarización y sobre todo aquella idea extravagante de que cualquier ajuste, por más pequeño, contiene de antemano elementos disociativos en lugar de factores válidos en el propósito de mejorar su entorno y hacerlo más fluido.
Efectivamente hay en las seis objeciones del presidente Duque, que se debaten el Congreso, indicaciones claras sobre la necesidad de no entorpecer la cooperación judicial internacional, la materialización efectiva de la proporcionalidad penal y el resarcimiento a las víctimas, con prevalencia en la entrega completa de bienes de los victimarios. En esa dirección, jamás sobrará, entonces y una vez más, pedir calma y tino en las discusiones parlamentarias. Ojalá puedan empinarse los congresistas por sobre el forcejeo de la política menuda y encarar un tema que, sin exageraciones, lo que exige es una salida patriótica. Hacer lo contrario, es de nuevo botar las llaves de la concordia. Y mantenerse por los fueros de la discordia como germen anómalo del destino nacional.