*Deber de patria respaldarla
*Evidencias de la ruptura institucional
Todo el mundo sabe el grado de sensibilidad que existe en Colombia sobre el más leve incidente que pueda afectar a la Corte Suprema de Justicia y demás autoridades superiores que actúan en la sede central de la rama judicial. No en vano el país aún no se repone del nunca olvidado asalto terrorista al Palacio de Justicia, ideado y llevado a cabo por el M-19, que violentó sin remedio la fibra más íntima del país.
Por supuesto, es estremecedor que el menor asomo de algo así pueda siquiera volver a insinuarse. Ni mucho menos puede haber actuación cabal cuando desde las más altas instancias gubernamentales se instiga a la turbamulta contra la Corte o se le plantea un pulso energúmeno, de hecho, con permisos improcedentes a las nóminas estatales a cuenta de una fementida protesta social que de antemano se sabía habría de salirse de cauce. Lo que a todas luces anida el germen de una ruptura institucional.
En efecto, la necesaria convocatoria a la serenidad no impide llamar las cosas por su nombre. Se denomina golpe de Estado, sin esguinces, cuando una rama del poder público, en especial la Ejecutiva, se pretende imponer sobre las demás y fracturar el sistema de pesos y contrapesos que rige a la democracia colombiana. En este caso, asediar la autonomía y libre determinación de que gozan todos los jueces y operadores de la justicia, con más veras si la maniobra está dirigida contra la máxima corporación de la justicia ordinaria.
Igualmente, lamentable para el país tener que recordar otros episodios catastróficos, como “el 9 de abril”, cuando las múltiples delegaciones internacionales citadas en Bogotá, para fundar la OEA, tuvieron que ser amparadas de la sedición orquestada tras el todavía impune asesinato de Jorge Eliécer Gaitán y que aun despierta las sospechas sobre agentes comunistas del exterior que por la época merodeaban la ciudad con sus cómplices radiales. Ahora el Consejo de Seguridad de la ONU, cuyos integrantes han sido invitados en estos días a Colombia para hablar de paz, vio ayer al presidente de la Corte Suprema de Justicia clamar textualmente por la integridad de sus magistrados y funcionarios, denunciar el asedio violento y pedir garantías democráticas en procura de cumplir sus funciones y atribuciones constitucionales frente a las exasperadas pretensiones presidenciales de elegir Fiscal ipso facto.
Ante lo cual la rama judicial en pleno, a través de diferentes comunicados individuales y conjuntos de las más altas corporaciones jurisdiccionales, mostró su solidaridad e inquebrantable decisión de poner dique a la autocracia. Como por igual lo hizo el presidente del Congreso además de los organismos de control y la academia de jurisprudencia. Y también los partidos políticos, entre tantas otras manifestaciones de civilidad.
De suyo, un ex secretario general de la OEA, como el ex presidente César Gaviria, jefe del partido liberal, emitió una contundente declaración en la que dejó absolutamente en claro el rompimiento del estado de derecho. Y de paso también puso tatequieto al desaguisado informativo que su sucesor en la OEA, Luis Almagro, quiso imponer sobre la grave situación de la nación y que seguramente tenía redactado antes de las asonadas. Frente a lo cual hubo de recular, en una especie de fe de erratas, aunque por anticipado dejó entrever su desconexión con la realidad.
Ni más faltaba, claro está, que en nuestro país se fuera aceptar una conspiración al igual que la del trumpismo contra el Parlamento de Estados Unidos, con la diferencia de que aquí se han dado directrices permanentes y perentorias en la rutinaria avalancha de trinos de la Casa de Nariño, como si de jugar tute se tratara.
Desde luego hay antecedentes frescos en los organizados motines vandálicos y bloqueos viales que azotaron a la nación recientemente, cuando comenzó en firme la campaña presidencial del actual jefe de Estado. No sonaría extravagante un símil al respecto. La anarquía se ha vuelto costumbre. No obstante, las instituciones siempre prevalecen. Es la lección determinante de la historia colombiana.
La solución, pues, en vez de la insólita ruptura institucional, está en permitir el curso sereno de las instituciones. El presidente está en su derecho de postular la terna a Fiscal, como ya lo hizo, pero es la Corte Suprema la que elige, a discreción y en sus tiempos, como cabeza de la rama judicial. Y no por presiones, afrentas, ni consignas falsarias, cederá un ápice ante la violencia y los dislates anárquicos. En estas horas aciagas, como la misma corporación ha sugerido, es ante todo deber y derecho de patria respaldarla.