La revolución conservadora | El Nuevo Siglo
/AFP
Viernes, 8 de Noviembre de 2024

Aparentemente no quedaría mucho por decir después de la contundente victoria, para muchos sorpresiva, de Donald Trump sobre Kamala Harris en las elecciones presidenciales de esta semana en Estados Unidos. Pero ha sido tan determinante el triunfo del candidato republicano, especialmente por las circunstancias nacionales e internacionales en que este se produjo, que ya nadie, ni tirios ni troyanos, podrían dejar de catalogar este evento electoral como un tema, no solo inscrito en los registros históricos del país, sino motivo de hondos estudios sobre la trayectoria de la principal democracia del planeta y las profundas repercusiones en los anales de la ciencia política contemporánea.

Porque en principio, y aún a pesar de la degradación del debate en el transcurso de la campaña, al final el sistema democrático estadounidense salió ampliamente fortalecido, inclusive dejando boquiabierto al mundo. De hecho, cuando pudo deducirse fácilmente que sería una jornada signada por la violencia y la turbamulta, al conocerse los resultados que ya daban como presidente a Trump, no hubo ningún incidente violento de lamentar.

Por el contrario, Harris mandó a dormir, relativamente temprano, a todos sus auxiliares y a los centenares de adherentes agolpados en la Universidad de Howard, en Washington, todavía expectantes sobre una eventual victoria suya. Al mismo tiempo Trump, cuando ya las tendencias favorables parecían irreversibles, salió con toda su familia a las dos de la madrugada ante sus copartidarios aglutinados en Palm Beach, cerca de su residencia de La Florida, para dar el parte de victoria, agradecer a su equipo y proclamar la unidad entre todos los norteamericanos como objetivo central de su gobierno (lo cual sorprendió a los mismos Demócratas que habían augurado una catilinaria divisionista). No hubo, pues, grandes fiestas, ni pólvora ni nada tan tradicional en otros lares. Igualmente, Trump se despidió y se disolvió la reunión, pese a la obvia alegría circundante. Al día siguiente Harris lo llamó deseándole suerte y reconociéndolo como 47 presidente de los Estados Unidos.

Esto para señalar que, luego de una campaña marcada por semejante nivel de tensión, el remate fue exactamente el contrario. Se dirá, ciertamente, que fue muy diferente a lo acaecido en 2020. Pero es que en esta oportunidad en ningún estado de la Unión se dio un resultado tan estrecho que se acercara al umbral legal (0,5% de diferencia) para reclamar el reconteo o la impugnación de la votación. De suyo, por primera vez en décadas el Partido Republicano ganó de largo la votación nacional al mismo tiempo de obtener la mayoría de delegados estatales en el Colegio Electoral. Por igual será el partido dominante en el Senado y lo mismo está en vías de ocurrir en la Cámara de Representantes. Aún más, los republicanos afianzaron sus mayorías en las gobernaciones y legislaturas regionales. No se trata, evidentemente, de un triunfo como en su momento el de Richard Nixon o Ronald Reagan. Sin embargo, por ejemplo, en los estados “bisagra” Trump no solo ganó, sino que lo hizo en torno al 50% o más de la votación. Índice que los estrategas demócratas siempre consideraron completamente imposible en sus cálculos internos.

Por su parte, y si bien muchas de las encuestas fracasaron estruendosamente, hubo algunas (muy pocas) que se destacaron por su acierto. Entre estas, la del Wall Street Journal, del primero de noviembre, y la última de Atlas Intel. Fue tan lamentable el espectáculo que, verbi gracia, en una del New York Times/Siena, que daba triunfador a Trump por bastante más de diez puntos en La Florida (como ocurrió), el editor político arguyó que debía ser algún tipo de error, quitándole mérito a la matemática.

Y por debajo, y ante los ojos supuestamente científicos de las firmas de sondeos de opinión, se les pasó lo que estaba ocurriendo en el país: una silenciosa revolución conservadora. Una revolución generalizada en todas las esferas, estratos, razas, edades, religiones, en suma, entre la ciudadanía sin ningún distingo y bajo un prisma diferente al que los mismos encuestadores se habían acostumbrado a la sombra de la agenda “progresista” (woke). Esa agenda divisionista y arrogante, con ínfulas de superioridad, afincada en el odio, enemiga del orden y la autoridad, de la libertad bien entendida, de la célula familiar, de las mejoras económicas a partir del trabajo arduo, de la capacidad de liderazgo y la colaboración como aglutinante social.

En síntesis, aquella agenda que en todos sus flancos disolventes fue precisamente la gran derrotada, dejando en claro que Estados Unidos estaba hasta el cogote de esa perspectiva ficticia, elitista y dislocada de las realidades cotidianas.

Una revolución conservadora que ya dio su sí. Un nuevo amanecer que ahora habrá que ver cómo se desenvuelve en su viraje fidedigno y democrático.