La reina que inventó la monarquía | El Nuevo Siglo
Jueves, 8 de Septiembre de 2022

* Rey Carlos asume en momentos cruciales

* El separatismo y las incógnitas del brexit

 

Con la muerte ayer de la reina Isabel II queda por ver si el talante que impuso dentro de lo que podría llamarse esta prolongada era isabelina (diferente a la de su antecesora, Isabel I, heredera de los Tudor) se mantendrá con el nuevo rey, Carlos III, o si por el contario habrá un viraje.

Porque Isabel II, habiendo accedido tan de joven a la corona (1953) y feneciendo a los 96 años (2022), desde el principio asumió sus funciones con un estilo tan personal, genuino y si se quiere misterioso que hoy es difícil hacer una división tajante entre su carácter y la percepción de lo que significa la monarquía de Gran Bretaña, prácticamente una sola entidad.

Incluso, bajo esa perspectiva, no estaría mal decir que Isabel II inventó la monarquía, tal como hoy la conocemos, puesto que el interregno que significó la abdicación de su tío, prefiriendo los gajes del amor a los del Estado, y el reinado de su padre, que nunca quiso ser monarca y sin embargo hubo de enfrentar la hecatombe mundial suscitada por Adolfo Hitler, produjo una cierta ambivalencia en torno de los conceptos monárquicos tradicionales.      

En principio, pues, el reinado de Isabel II tuvo unos antecedentes extraños. Y en esa vía, aunque en cierta medida su personalidad tenía los ingredientes de su dinastía alemana, y habiéndose cambiado la estirpe al apellido Windsor (1917), para evitar la asimilación con una marca de aviones de guerra germanos de entonces, podría decirse que primordialmente y, ante todo, fue considerada un emblema de la esencia británica. Es ese, ciertamente, el prisma con que la miraron tantas generaciones que la vivieron y aún la sobreviven, tanto en el Reino Unido como alrededor del mundo, inclusive de una forma que podría llamarse hasta familiar por su presencia permanente en los periódicos, revistas de toda índole, la televisión e incluso las más recientes películas de streaming. En fin, todo tipo de cubrimiento sobre su persona desde los inicios de la posguerra hasta hoy. De modo que, valga reiterarlo, esa es la huella indeleble que deja: el sentido de lo británico en la óptica universal.

Desde luego, no en la dirección del sarcasmo y humor que suele acompañar la cotidianidad inglesa, ni tampoco en esa conducta casi endogámica, por decirlo así, que suele manifestarse en un modo diferente de tomarse las cosas y darse unas reglas (algunas por demás incompresibles como aquellas de conducir por el lado izquierdo), pero sí en la extensión más acabada de las maneras con que los británicos interactúan en sociedad. Y que, si bien compartidas por el pueblo como cosa natural y atávica, porque hacen parte de la educación tradicional, en el caso de Isabel II tomaban expresión superlativa, inclusive como mecanismo que le servía para diferenciarse del mismo pueblo y que quizá también le era propicio para apartarse de los escándalos familiares sobre los que así dejaba entrever que ella no tenía velas en el asunto y que no eran el camino correcto.                

De hecho, la reina gobernaba más por el silencio que por lo que decía; mantenía la compostura en todo momento y lugar; consideraba la prudencia y la serenidad como la virtud esencial para mantenerse a tono con los tiempos raudos que le tocó enfrentar; y tenía claro que más que un actor de los acontecimientos políticos esporádicos, por más impactantes que fueran, su caso era el de un símbolo permanente, por lo cual todas sus acciones se dirigían a mantenerlo indemne. En ese orden de ideas, su designio fundamental era no cometer errores; llevar a cabo y con todo el rigor las solemnidades correspondientes; mantenerse de pilar incólume de la antigua democracia británica, su principal razón de ser; y sortear de la mejor manera los vientos huracanados que pudieran afectar su misión de preservar la monarquía. Y en eso nunca cedió un ápice.

Lo que no es poca cosa en una sociedad como la británica que, durante su reinado, fue la avanzada en muchas materias políticas, económicas y sociales, y que en ese lapso vio la irrupción del pop y el rock, la liberación femenina, el terrorismo irlandés, el ascenso por primera vez de una mujer al poder, la caída del comunismo, la entrada y salida de la Unión Europea, entre otros, y cuando al mismo tiempo le tocó el tránsito paulatino de una potencia de primer orden mundial a una de efectos restringidos. Cualquiera fuera el caso, no hay duda de que Isabel II supo encarnar una época en que, pese a las vicisitudes, sacó avante la monarquía.

Hoy, cuando algunos discuten su pertinencia y cuando persisten los amagos de separatismo en el Reino Unido, y los resultados del brexit todavía son una incógnita (mucho más con las secuelas de la pandemia), el rey Carlos tiene la vara alta de su madre para, a su modo, mantener la monarquía y demostrar que, sin esta, su país no solo pierde unidad y estabilidad, sino que acaso deja de ser entendible y de pronto viable.