EL Ministerio Público tiene una larga tradición e importancia en la democracia colombiana que viene desde los días iniciales de la fundación de la República; incluso desde la colonia puesto que en el Imperio Español existió el cargo de procurador, ya se tratara de la defensa de los indígenas o del conjunto de los súbditos de una de las divisiones territoriales que conformaban la administración pública de esa época, con funciones para abogar en la corte o con el Rey a favor de la comunidad que representaba. Es un cargo arraigado entrañablemente en nuestras tradiciones, que debe ser ocupado por profesionales intachables de una trayectoria y respetabilidad reconocidas. Condiciones que por lo general han distinguido a varios de los destacados colombianos que han ocupado ese cargo, pese a que en raras ocasiones han llegado al mismo elementos que han incurrido en faltas gravísimas, han degradado sus funciones, envilecido el cargo y traicionado la confianza de la sociedad.
La complejidad creciente de la administración pública, el crecimiento burocrático de las entidades oficiales, hace cada vez más compleja la labor de la Procuraduría, la capacidad del Régimen de envilecer y corromper la función pública es asombrosa, opera como una hidra de la que brotan dos cabezas cada vez que le cortaban una de las tantas que poseía y sus tentáculos poderosos penetran los estamentos más respetables, incluso aquellos que se han creado para defender la sociedad contra la delincuencia. Y esos elementos de la corrupción infectan casi todas las dependencias del Estado, lo que determina que Colombia figure entre los países con altos índices de corrupción de la comunidad internacional. Como uno de las pocos en los cuales la podredumbre administrativa en ocasiones ha llegado a tal punto que algunas entidades se han convertido en cuevas de alimañas, que los gobiernos terminan por cerrar, incluso algunas veces con el apoyo de los mismos delincuentes solapados de cuello blanco para desaparecer archivos, documentos, confundir a los investigadores y seguir en la impunidad. Uno de los peores ejemplos de corrupción ha sido -nada menos- que la Contraloría donde varios de los contralores salieron del cargo a prisión. Lo que por excepción se ha dado en la Procuraduría.
Se han ensayado toda suerte de cambios, de procedimientos, de métodos de selección, de exigencias, de concursos, de normas, de sistemas de vigilancia y de castigo, para intentar depurar la administración pública, la justicia, los entes de control, sin conseguir que desaparezca del todo. Por fortuna, cada cierto tiempo aparecen en la sociedad colombiana funcionarios que muestran a lo largo de su carrera la voluntad de servir y mantenerse insobornables en el ejercicio de la función pública. La probidad, la consagración al estudio y la voluntad de servir los distingue. Son esos valiosos y capaces funcionarios públicos los que han impedido que el Estado no se derrumbe en el estercolero de la corrupción.
Alejando Ordóñez pertenece a esa rara estirpe de los justos, de los funcionarios públicos versados, capaces, honorables e incorruptibles, formados en el arraigado respeto por los más nobles valores espirituales de nuestra cultura y el cristianismo. Lo que suscita entre los enemigos del sistema un odio instintivo y visceral, quienes se oponen con tenacidad e impudicia a que siga en el cargo de la Procuraduría General de la Nación, no han podido mostrar un solo caso en el cual el funcionario haya violado la ley o cometido una falta grave, pese a la cantidad de expedientes que llegan a su despacho. Su argumento es que no les gusta que vaya a misa, que cumpla los preceptos del catolicismo y defienda la moral de sus mayores, cuando defender su credo debe ser el compromiso de todos los ciudadanos de bien. Es la subversión de los valores que se rebela contra los fundamentos del orden en el país y no perdona a los hombres de firmes convicciones religiosas y cívicas, que honran la función pública puesto que saben que son el mayor obstáculo para los que aspiraran a derribar el Estado democrático.
La reelección de Alejandro Ordóñez es una terrible responsabilidad, los ojos de todos los colombianos lo observan. El compromiso es inmenso, deberá proseguir su labor de defensa de los derechos de sus conciudadanos y depuración pública, con renovados bríos, fortalecer su equipo. Un error, una equivocación, una debilidad, se lo cobrarían de manera inmisericorde en cuanto las gentes se polarizan al juzgar su gestión. En esta segunda oportunidad deberá romper el adagio del Quijote, que como tal tiene notables excepciones, sobre aquello de que: nunca segundas partes fueron buenas.