El tema central de la Asamblea General de la Organización de Estados Americanos (OEA) que se está realizando en Paraguay es trascendental: ¿cómo traducir el progreso económico en progreso social?
El interrogante es aún más válido por cuanto en la última década a gran parte de los países suramericanos les tocó una parte del llamado boom económico regional, que se hizo más notorio por darse en medio de las crisis en Europa y Estados Unidos, y el contagio de la misma en la esfera asiática.
Sin embargo, ese potencial emergente de las economías suramericanas abrió el debate sobre cómo trasladar parte de esa plusvalía en materia de Producto Interno Bruto, estabilidad cambiaria y balanza comercial positiva a los sectores más vulnerables de la población, sobre todo para disminuir tres indicadores vergonzosos en la mayoría de los países del área: pobreza, inequidad y desigualdad.
Hay naciones en donde los modelos económicos aplicados han permitido atacar con objetividad y vocación de largo plazo esos indicadores lesivos. Brasil, Chile, Perú y Colombia son, de lejos, las economías más fuertes y estables del área y, a su vez, las naciones en donde este problema ha estado en el centro de la misión funcional del Estado, más allá de las particularidades políticas e ideológicas de los gobiernos de turno.
Si bien es cierto que gracias a la década de crecimiento acelerado millones de personas superaron el umbral de la pobreza en los últimos años, hoy existen todavía 164 millones de latinoamericanos pobres, que corresponden a casi el 29 por ciento de la población.
El propio secretario general de la OEA, José Miguel Insulza, advirtió que la desigualdad persiste a pesar del crecimiento en los últimos años, cuando la pobreza se redujo en 60 por ciento. Los informes de ONG y entidades privadas y públicas reiteran que si bien Latinoamérica recibió y produjo cuantiosos recursos, la brecha entre ricos y pobres aún es muy grande, al tiempo que el índice de necesidades básicas insatisfechas llega en algunos países del área a niveles explosivos. También está claro que el ingreso per cápita, como indicador genérico, termina siendo engañoso sobre el nivel de inclusión social y económica de una nación, pues promedia el flujo concentrado de grandes capitales y riquezas con las falencias de la mayoría de la población, sobre todo de las áreas rurales, semiurbanas o los cinturones de miseria y suburbios que rodean las grandes ciudades.
Hay progresos, sí, los hay. En Colombia, por ejemplo, la actual administración reitera a cada tanto que las políticas sociales aplicadas han permitido disminuir esos niveles de exclusión social. De acuerdo con los datos del gobierno Santos el Índice de Miseria -que es la suma de la tasa de inflación más la tasa de desempleo- está en el mínimo histórico, pues por primera vez se ubicó en un dígito. Igual ocurre con la inflación, que es considerada por los expertos como “el impuesto directo más regresivo del mundo”, pues afecta a los más pobres de forma sustancial. Hoy el costo de vida está alrededor del dos por ciento promedio anual. Todo ello ha llevado a que nuestro país sea hoy por hoy como el segundo de la región que más ha reducido la pobreza, después de Perú. Y, consecuencialmente, Colombia es la nación que más ha reducido la desigualdad, según el índice Gini.
Sin embargo, tanto en nuestro país como en las demás naciones suramericanas aún falta mucho por hacer para reducir la brecha entre pobres y ricos. Más allá de las condiciones particulares de cada nación y de sus estructuras económicas, políticas, sociales, económicas e institucionales, es evidente que tener el 30 por ciento de la población en la franja de pobreza es vergonzoso frente a los réditos del boom económico de la última década.