Conjura en movimiento
Virtuosos de la Escuela de Bolonia
La desconfianza reina entre los togados. Las gentes buenas, el hombre que estudia o que trabaja, que conoce de la evolución de la política por las noticias de prensa, considera que las bases de la democracia son firmes y se fundamentan en la división de poderes, como ocurre en casi todas las naciones, incluso en las que tienen gobiernos autoritarios de facto o que se disfrazan con el barniz electoral para justificar sus desmanes contra la libertad. En Colombia, una democracia imperfecta, en constante evolución y sometida a lo largo de su existencia a la prueba de fuego de los violentos se sustenta el poder mayoritario en función del ejercicio ciudadano del derecho a elegir o ser elegido, que se expresa en las urnas. Esa es nuestra democracia, en donde se supone que los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial le sirven al Estado, junto con los organismos de control, para realizar su gestión, según lo dispone la Constitución. Por su parte, las Fuerzas Armadas, que no son deliberantes, menos aún en un país amenazado por los terroristas en la zona periférica y, ocasionalmente, en las grandes urbes, vigilan que no se repita de improviso un intento de asalto al Palacio de Justicia u otra institución, que ponga en jaque al sistema. En Colombia las elecciones se efectúan a normalmente, el voto se respeta y se combate el fraude. Acosados militarmente los subversivos de las Farc, despachados varias docenas de sus jefes al otro mundo y empujados a sus madrigueras o exilados en terceros países, en los que curan sus heridas para eludir una inevitable aniquilación en combate, prefieren negociar en La Habana, a sabiendas que la izquierda ha llegado al poder por el voto en casi toda Hispanoamérica, en tanto los alzados en armas generalmente son derrotados militarmente. En otros países bombardeados por las potencias o en conflicto bélico interno, mediante la guerra insurreccional avanzan con singular potencia las milicias y las turbas armadas, dejando en ruinas el terruño, desgarradas las comunidades, al tiempo que crece el desangre en el que se ahogan hasta las esperanzas.
La relativa tranquilidad que se goza en las grandes urbes colombianas, como la lealtad de los soldados a la democracia, determina que la sociedad duerma tranquila a la espera de que se firme el acuerdo de paz en La Habana. Todo ello sin que la ingenua opinión pública tenga, en apariencia, motivos de preocupación, pueda gritar gol y festejar el Mundial en Brasil, sin sospechar que desde las mismas instituciones se pueda estar gestando una suerte de golpe de Estado, cuyas ambiciones y objetivos a corto y largo plazos apenas se atisban. Se dice que el instrumento de la conjura es un locuaz y conocido abogado aprendiz de Catilina enquistado en el Poder Judicial. La informada periodista María Isabel Rueda, prende el avispero cuando señala: “Sorprende mucho que el ponente que hoy plantea anular la reelección del procurador Alejandro Ordóñez, magistrado Alberto Yepes, hubiera proyectado en mayo, hace escasos dos meses, una ponencia en la que decía absolutamente todo lo contrario: que como la reelección del procurador no está expresamente prohibida por la Constitución, se entiende que está permitida. Según dice él, y hay que creerle, fue producto de sus propias convicciones. ¿Pero darle una vuelta de 180 grados? Si en la primera ponencia estaba tan equivocado, ¿puede que también lo esté en la segunda?”.
En los círculos mejor informados de la magistratura se habla en voz baja de un asalto al poder que comenzaría con la toma de los organismos de control, sin que ninguno se atreva a hablar por teléfono del asunto, dado que los aparatos están chuzados, quizá por elementos comprometidos en la conjura que opera desde otras esferas del Estado. La desconfianza y la preocupación reinan entre los togados. La táctica es la misma que urde la izquierda derrotada electoralmente en Italia, la que se acuartela en la Universidad de Bolonia, desde donde sus teóricos predican que se deben tomar los organismos judiciales y culturales para derrotar el poder político. Es la conjura que deriva en un sibilino golpe de Estado, que de manera magistral termina por convertir al otrora Berlusconi, prepotente e invencible electoralmente, en frustrado animador de ancianos olvidados por sus familias en hogares estatales.
Los conjurados deben ser osados al impedir que se reúna la sala plena del Consejo de Estado o el Congreso, cuya potestad asaltan por sorpresa, dado que por la Constitución le compete nombrar al procurador. Luego se trataría de dejar un hecho cumplido al presidente Santos, disfrazar de legitimidad el golpe de Estado y colocar allí una ficha. Es un insulto a la democracia colombiana, que no avala esas conjuras y que no va a permitir que tres o cuatro magistrados o un par de conjueces descalabren la división de poderes y la democracia.