- Las cifras son realmente impactantes
- Acabar con lesiva “cultura del atajo”
Entre el 1 de agosto de 2017 y el 31 de diciembre de 2018 se impusieron 66.494 comparendos a los colados en el sistema Transmilenio. Infracciones que van desde evadir el pago del pasaje hasta por salir y entrar por lugares no autorizados. Las estadísticas son de la Secretaría de Seguridad Distrital.
Sin embargo, la cantidad de multas, siendo tan alta, está muy lejos de reflejar la dimensión de esta problemática en ese sistema de transporte público masivo en la capital del país. Las cifras, incluso, son muy dispares. Por ejemplo, en el Concejo de Bogotá, en el marco de la discusión del proyecto de Acuerdo para atacar este flagelo, se manejó una estadística por demás impactante: 260 mil colados diariamente en los portales, las estaciones y demás componentes del sistema. Esto implicaría, entonces, unas pérdidas cercanas a los 180 mil millones de pesos al año. Otros cálculos, sin embargo, sitúan el desangre presupuestal en el doble o más de ese monto. También está la polémica entre quienes aseguran que si hay disminución en el volumen de pasajeros transportados se debe a los colados y aquellos que replican que, en realidad, es por la migración a otros medios de transporte. De igual manera, un estudio de la Universidad Nacional -al que varios medios de prensa han hecho alusión en los últimos días- estaría señalando que cada mes 2.488.000 personas entran al sistema de los articulados sin pagar el respectivo pasaje. Paralelamente siguen aumentando los accidentes graves e incluso mortales de personas que son atropelladas cuando buscaban colarse en el sistema.
Hay que reconocer que las autoridades han ensayado muchas modalidades y metodologías para frenar esta grave situación que, en últimas, afecta la sostenibilidad del sistema de transporte masivo y, por ende, al final termina golpeando a las finanzas distritales, disminuyendo recursos para inversión en el progreso de la ciudad y el mejoramiento en la calidad de vida. De igual manera, los dineros que se dejan de percibir retrasan la ampliación de las troncales, la apertura y masificación de rutas e impactan las propias tarifas que pagan a diario la gran mayoría de usuarios que actúa legalmente.
Varias técnicas sobre puertas ‘anti-colados’, una mayor presencia de las autoridades en los puntos más neurálgicos de ingreso ilegal al sistema, más personal de vigilancia en el área de torniquetes de acceso, instalación de barreras alrededor de los portales y las estaciones, la evolución de los comparendos pedagógicos a las multas económicas por esta infracción (alrededor de 250 mil pesos cada una), más ‘dientes’ para su cobro coactivo llegando incluso al embargo de cuentas, así como múltiples campañas de concientización ciudadana promoviendo la cultura de la legalidad… Todo se ha intentado. Ni siquiera el escarnio público ni la forma en que se viralizan en las redes sociales las imágenes de personas de todas las edades entrando de manera anómala al sistema, desalientan el flagelo.
Ya son reiterados los análisis sociológicos al respecto que llegan a la misma conclusión: más que un problema de destinar un agente de policía a cada puerta del sistema, la dificultad para controlar el grave fenómeno de los colados radica en que persiste el nocivo concepto en una parte de los bogotanos en torno a que evadir el pago del pasaje no es una actitud violatoria de las normas, pese a la suficiente evidencia en contrario, sino que es una avivatada muy propia de la mal llamada “malicia indígena”. Ello se refleja, por ejemplo, en los ilógicos argumentos de quienes tratan de ‘justificar’ su ingreso ilegal aduciendo que pagar el pasaje es “financiar” a los corruptos o que no hay ‘pecado’ en robar a los ricos… Tampoco es una cuestión de pobreza. Sorprende ver no solo a estudiantes de primaria, secundaria y universitarios de distintos estratos socioeconómicos saltándose las barreras y arriesgando sus vidas al cruzar las calzadas exclusivas de los articulados para encaramarse en las plataformas de las estaciones, sino también a miles de personas de mayor edad, hombres y mujeres, trabajadores, así como a madres y padres con sus pequeños hijos haciendo lo propio sin la menor vergüenza ni recato. Más grave aún resulta que cuando la autoridad actúa para requerir y sancionar a los infractores, se reprocha, insulta e incluso intenta agredir a los uniformados y el personal de Transmilenio.
Como se ve, se trata de un problema bastante complejo, pero las autoridades ni el sistema pueden darse por vencidos. Habrá que acudir a nuevas medidas para enfrentar el flagelo. Hay experiencias internacionales que podrían ayudar. Sin embargo, al final, todo termina radicando en incentivar la cultura de la legalidad frente a la cultura del atajo. Lograrlo no es fácil ni automático, pero sí la solución más efectiva.