El crecimiento desbordado de la natalidad y de los tugurios en las grandes ciudades se convierte en el mayor peligro para el orden y la calidad de vida de las sociedades. Según las zonas por las cuales se muevan sus habitantes tienen mayor o menor grado de seguridad o de inseguridad. Los esfuerzos policiales por garantizar la vida, la propiedad y el diario discurrir de los vecinos en cada lugar de Bogotá, para el pie de fuerza que se dispone son colosales. La falta de combustible para esos héroes de la Policía, que en unas motocicletas recurren a la movilidad para conjurar el delito, intervenir a tiempo y salvar una o muchas vidas humanas, es apenas uno de los obstáculos con los cuales tropieza la logística policial. Y lo peor es que la suma que reclama cada tanque de una motocicleta es ínfima en comparación con los servicios que presta para prevenir asaltos, robos, cobardes ataques contra la población, violaciones y toda suerte de iniquidades. Faltan cámaras de seguridad para prevenir el delito. La atonía y la insolidaridad de los bogotanos se han vuelto proverbiales. En los distintos focos de la urbe en donde se encuentran bandas que a diario atracan a los transeúntes, las personas trabajadoras que van por el lugar guardan silencio y no hacen nada por evitar que el vecino sea víctima de los bandidos. Periclita el civismo, cada cual pretende ignorar las desgracias del vecindario y son cada vez más raros los que acuden en apoyo del otro, incluso cuando observan que lo asaltan o amenazan.
El esfuerzo policial por combatir los focos de podredumbre, refugios de la delincuencia y venta de drogas en las grandes urbes, en el cual está empeñado el presidente Juan Manuel Santos, requiere el apoyo ciudadano para evitar que se extiendan como plaga los tugurios marginales dominados por el hampa. Las gentes tienden a subestimar o desentenderse de los peligros que encierran esos lugares en los cuales se concentran drogadictos y delincuentes en su mayoría de menor cuantía. Esas cuevas del vicio derivan en zonas francas del crimen en las cuales está ausente el imperio de la ley, surgen verdaderos emporios de la delincuencia organizada. En esos antros infectos pareciera que solamente subsisten elementos que viven de la limosna o de la caridad, como refugio temporal a donde van a parar los drogadictos que van perdiendo la voluntad y la noción de la realidad y el compromiso consigo mismo, atrapados en el consumo de sustancias sicotrópicas e incapaces de reaccionar sin ayuda de la sociedad y de instituciones especializadas; cuando se investiga un poco sobre el trasfondo de esos antros y la perversa degradación en su interior, se descubre, como lo reconocen y denuncian los entes policiales, poderosas bandas para las cuales trabajan los limosneros y bazuqueros, maleantes de toda laya que se financian del delito al por menor, que suele quedar en la impunidad.
Es preciso apoyar la lucha por erradicar esos focos de perturbación social en las ciudades, no solamente con la represión, el desarme, la verificación de antecedentes, sino mediante el apoyo de psicólogos, trabajadores sociales y gentes buenas que les devuelvan la facultad de recobrar la dignidad y la voluntad de superación. La solidaridad humana y la organización de la sociedad en todos los niveles, han demostrado la capacidad que se tiene de recuperar a la población que termina considerada como desechable en los detritus urbanos.
A la vista está el peligro que representan para la sociedad los barrios sin Dios ni ley, a los que llegan empujados por el desplazamiento, el horror y la mala situación miles y miles de seres, que sobreviven en viviendas abandonadas, en tugurios donde duermen bajo latas y cartones o en la intemperie bajo los puentes y se esclaviza a las mujeres. Allí crecen niños que mañana se convierten en pistoleros y sicarios, que por la paga vil atentan o asesinan sin preguntar de quien se trata. Eliminar el otro es una forma de venganza contra el destino cruel.
Que no se diga que Bogotá carece de recursos, que es muy costoso intentar recuperar el civismo, la virtud y fomentar la educación, la sensibilidad, la atención cristiana a los menos favorecidos, cuando se conoce el monto de millones y millones que ha manejado la corrupción en la capital, que en un solo contrato alcanzó 64 billones de pesos, cifra escalofriante, que desvanece todos los argumentos sobre la falta de recursos para ayudar a los menos favorecidos y proteger a todos. Apenas con un billón de esos 64 billones, se habría podido comprar equipos, cámaras de vigilancia, motocicletas, atender viviendas de reclusión temporal, de desintoxicación; limpiar esas zonas, crear empresas productivas, perseguir y capturar a los grandes capos del crimen y mejorar la calidad de vida de la ciudad.