El país en guerra abierta
¿Y la Constitución quién la defiende?
Lo más fácil, por supuesto, es decir que el proceso de paz se hace más necesario que nunca bajo los rigores de la guerra que hoy sufre Colombia. Pero ese concepto desdice de lo que naturalmente se requiere del Estado, aquí y ahora, que es garantizar el desarrollo normal de la existencia de todos los colombianos. Porque para eso, justamente, está establecida la Constitución cuando señala que las autoridades están instituidas para proteger a todas las personas residentes en Colombia, en su vida, honra, bienes, creencias, y demás derechos y libertades. De modo que los múltiples y escalonados actos de terror de las últimas semanas, por lo demás realizados por la subversión precisamente contra los cánones constitucionales y el sistema democrático que rige en Colombia, buscan minar, no sólo la subsistencia, tranquilidad y paciencia de los colombianos, sino apuntar al corazón de la democracia que, aun con sus imperfecciones y con tanto esfuerzo, se ha logrado edificar en el prolongado transcurso del devenir republicano.
Puede, desde luego, darse todo tipo de vocinglería, como la convocatoria de una Asamblea Nacional Constituyente para formular un orden nuevo, al estilo de las derivadas de la Revolución Francesa que terminaron al menos en diez años de caos y confusión y finalmente llevaron al bonapartismo. Que es, precisamente, lo que suele ocurrir cuando este tipo de eventos provienen de la intimidación y las armas. Pero hoy, aquí y ahora, rige en Colombia una Constitución que nadie ha derogado, se mantiene como el baluarte nacional del orden constituido y es la esencia de nuestra razón de ser jurídica y política. Puede ella, claro está, mejorarse por las vías que esta misma contempla o incluso recurrir a enmiendas inocuas, como la llamada reforma al equilibrio de poderes, pero lo que no se puede, en lo absoluto, es repentinamente decidir que, por cuanto hay un proceso de paz de futuro incierto, ella ha quedado suspendida o eliminada.
Es posible, frente a esto, que nadie haya salido a proclamar la defunción de la Constitución de 1991, como hizo Rafael Núñez desde el balcón del palacio presidencial con la anárquica Constitución de 1863, una vez ganó la guerra de 1885, o la conducta seguida más recientemente por el coronel Hugo Chávez Frías, cuando proclamó moribunda a la venezolana e inauguró el régimen que, en ese país, rige lamentablemente hasta hoy. Aun así, sin esas declaratorias, pareciera en Colombia que las propias cláusulas constitucionales no imperan, que la Carta es simplemente un documento secundario sin aplicabilidad y que no es motivo de honda y permanente preocupación, en la cúpula estatal, el sinnúmero de actos de terror que han dejado desamparadas y sin energía eléctrica a ciudades de 400.000 y 250.000 habitantes como Buenaventura o Tumaco y, no más ayer, departamentos enteros como Caquetá o en días anteriores atentados similares a poblaciones de Norte de Santander. Situaciones, asimismo, que se han agravado con el ataque a las caravanas de transporte petrolero o la infraestructura del crudo, en Putumayo, y artefactos explosivos puestos en acueductos y carreteras, ya en Huila ya en Meta o Guaviare, inclusive atentados contra ambulancias y misiones médicas. Para no hablar, claro está, de los ataques a las estaciones de Policía y el caótico estado que se vive en Cauca, donde francotiradores asesinan, aisladamente, a soldados y policías, cuando no son motivo de matanza nocturna como en Buenos Aires.
Dirán que todo ello es connatural a la guerra. Y que seguramente será una escalada táctica de la subversión para mejor situarse frente a la negociación del denominado cese de fuegos bilateral y definitivo. Y que en ello, por lo demás, deberán aguantarse ciertas dosis de anarquía porque el fin último de paz exige que ello sea así. Incluso, podría argüirse, que más adelante el objetivo sería, igualmente, el de atentar contra las elecciones regionales. En tanto, la Carta en suspenso, mientras la calma del país está más que agotada en medio de la palabrería. Pero la Constitución de 1991, aquella que se juró defender, podrá estar en la orfandad, pero nunca moribunda. Al menos dentro de los demócratas, cualquiera sea la línea política que se siga. Salvo que se quiera la anarquía.