· Nostalgia del “paraíso perdido”
· El eterno retorno de las discusiones
Una de las grandes incógnitas colombianas ha sido, siempre, el campo y la agricultura. Porque, si bien desde un comienzo se dio por descontado que se trataba de una nación rica en tierras, y cargada de aguas por doquier, el misterio ha consistido en que las posibilidades imaginadas jamás han trascendido a un verdadero asentamiento agrícola nacional. De hecho, un esfuerzo de alcance universal, como la expedición botánica, dejó entrever hace más de dos siglos la valía de los recursos naturales que pudieron sentar las bases de una plataforma agroindustrial, pero todo ello fue abandonado hasta el punto de que el “paraíso perdido”, de tal modo anunciado, nunca tuvo redención y menos hoy.
En el extenso lapso, de la Conquista a la actualidad, el país fue descubriendo, a su vez, que la riqueza hídrica no era tanta como se presupuestaba y que la fertilidad se reducía a ciertas partes del territorio. Durante un largo tiempo hubo de recurrirse a zonas especiales de cultivo, no necesariamente fértiles para siembras generales, como en el caso de la quina o el café, y más tarde yerbas de procedencia atávica como la marihuana, la coca o la amapola, casi marginales, fueron declaradas ilícitas en el mundo, lo que llevó a la repentina expansión de la frontera agrícola por la vía subterránea e ilegal.
En las últimas décadas el país ha dedicado ingentes recursos, internos como del exterior, para combatir el fenómeno antedicho y si se hiciera un comparativo con las inversiones y políticas estatales en los asentamientos legales, el desbalance sería descomunal y quizás irritante. De modo que la agricultura legal ha sido la cenicienta de la agricultura ilegal, un círculo vicioso que ha impedido un enfoque claro y decidido, por parte del Estado, sobre las necesidades de campesinos, granjeros y agroindustriales. Si por cada dólar invertido en la llamada “guerra contra las drogas” se hiciera lo propio en la agricultura legal otro, a no dudarlo, sería el espectro agrario colombiano. Al contrario, por carencia de una política agrícola sostenida y concertada, la agricultura y la ganadería continúan siendo las mismas de hace centurias. De tal forma nos quedamos con el pecado (las drogas ilícitas) y sin el género (una agricultura desarrollada). No basta, ciertamente, con ciertos índices de crecimiento positivo puesto que se trata de multiplicar esfuerzos frente a cifras que siguen evidenciándose bastante precarias.
Buena parte del debate en el país se ha fundamentado en la propiedad de la tierra. Desde la desamortización de los bienes de manos muertas, en la época del general Mosquera, hasta las polémicas por la reforma agraria, durante el siglo XX, la nación ha creído sintonizarse con la modernidad agrícola. Pero en la práctica, en la grandísima mayoría de los casos, se fracasó estruendosamente. El “imperio” del Incora y luego del Incoder en nada ha servido a los propósitos nacionales y los subterfugios y favoritismos se enquistaron de modo anómalo a la par que mafioso. En la actualidad la llamada “restitución de tierras”, en vez de resolver los problemas, se ha constituido prácticamente en una velada guerra civil, en incertidumbre sobre los tenedores de buena fe y es motivo de fallidas esperanzas. Y en medio de ello la presión sobre la tierra, para constituir los corredores estratégicos de la delincuencia organizada, se mantiene en las mismas condiciones de antes, según puede concluirse de “paros armados” en amplios territorios nacionales.
Paralelamente, la política agrícola no tiene asidero más allá de salvamentos esporádicos. En tanto, el castigo de la inversión pública, el crédito restrictivo, la carencia de planeación en las siembras, la inadecuación estratégica al cambio climático, el abandono de las cadenas productivas, las falencias de infraestructura, la amenaza tributaria, la ausencia de promoción de tecnologías de punta, los costos estrafalarios de los insumos, y todo aquello que está más que sobrediagnosticado, siguen a la orden del día. Y lo peor es que, en lugar del salto natural a los conceptos de productividad y competencia, el debate se mantiene en la premodernidad.
Pero Colombia todavía puede ser, no solo la despensa que hoy más que nunca se ve venir bajo la demanda alimentaria mundial de nueve mil millones de personas, en menos de 50 años, sino una gran proveedora de los recursos genéticos de la Amazonía con las debidas salvaguardas ambientales. Para ponerse a tono habría que pensar en la agricultura en términos de valor agregado, en bioeconomía y en acceder a las oportunidades de mercado. Sin embargo, en este ambiente deplorable, donde lo que impera es el divisionismo y la regresión, todo ello, por supuesto, son ideas incómodas y ciertamente nulas de toda nulidad.