*La ley y el orden
*Justicia y bien común
Pareciera que por la caldera de las pasiones en la que está envuelta la campaña a la primera magistratura, pesa más la tendencia a los agravios e insultos al contrario y los competidores, que el análisis de los grandes problemas de Estado. Las personas que conservan la cabeza fría y que están bien informadas sienten que de improviso ese mínimo de patriotismo que debe prevalecer en una sociedad organizada está como en fuga del debate político. La política tiende a la judicialización; por cualquier motivo se hacen denuncias valederas y a veces irresponsables. Lo que da campo a que los funcionarios judiciales intervengan, en unos casos de manera objetiva e imparcial, en otros para proceder contra los que consideran sus “enemigos” por sus postulados políticos, algo realmente aberrante y que atenta contra el sistema mismo. La politización de la justicia es la antesala de múltiples desgracias de una democracia.
El imperio de la ley y el orden no se alcanza por inercia, ni casualidad, se requieren requisitos esenciales, como recuerda Santo Tomás, al citar a San Isidoro de Sevilla: “La ley ha de ser honesta, justa, posible según la naturaleza y según las costumbres del país; proporcional a los lugares y a los tiempos, necesaria, útil, debe ser también clara, para que no haya engaño oculto en la oscuridad; ha de ser dictada no para provecho personal o privado, sino para común utilidad de los ciudadanos”. Este párrafo debe ser analizado con cuidado, en cuanto suscita la mayor inquietud por la concentración de sugerencias sabias y sutiles sobre el espíritu de la justicia y el orden en la sociedad. En el Congreso, en el Gobierno y por cuenta de la magistratura y los políticos en ocasiones se apela a fórmulas jurídicas que no compaginan ni con nuestras costumbres, ni la naturaleza de nuestro ser nacional, que desconocen los lugares y los tiempos de su aplicación, lo que hace inútil su expedición, vigencia y aplicación. La oscuridad en la norma que es común, incluso en nuestra Constitución, sin contar sus contradicciones, afecta la aplicación de la ley. En los medios judiciales por cuenta de la existencia de varias Cortes prevalecen doctrinas probables contrapuestas, que permiten a los jueces moverse a su acomodo en un sentido u otro, en los casos en los que intervienen intereses oscuros o la politiquería. Lo que constituye gravísimo atentado contra la democracia bien entendida y contra la respetabilidad de las instituciones, más de aquellas cuya misión es investigar y sancionar o absolver a los que incurren en delitos o se querellan.
Es de reconocer que el presidente Juan Manuel Santos intervino desde Chile cuando discrepó de un Acto Legislativo que reformaba la justicia, pero que traía más micos y peligros de impunidad, que lo que regía en el momento. En esa ocasión reaccionó y vetó la ley, negándose a firmarla, cuando en realidad los Actos Legislativos, como su nombre parece indicarlo, son potestad del Congreso, por tanto no requieren como las leyes comunes que se aprueban de la firma del gobernante. Se trató de un gesto para desligarse de la trapisonda. Y el proyecto cuestionado por la opinión pública y los medios se hundió.
Mirar un poco más allá de la inmediatez de las elecciones es obligación de los que piensan en la alta política y en el futuro de la sociedad. La crisis de la justicia se ha tornado en uno de los problemas nacionales más delicados, junto con el atraso judicial, la inoperancia, la impunidad, la politización de la rama y la corrupción en su seno son males que ponen en peligro las instituciones, afectan a los colombianos de todos los estamentos y contribuyen a destruir la seguridad jurídica. Sin justicia la democracia es un remedo, una befa a los colombianos.
Por encima de la discordia, de los insultos, de los personalismos y los odios irracionales de campaña, los partidos políticos y los que sienten a la Patria, tenemos la obligación de contribuir con nuestro aporte para unir voluntades con la finalidad de impulsar en el próximo Gobierno la reforma de la justicia; una reforma concertada que consiga detener el derrumbe institucional. Para alcanzar ese gran propósito práctico es preciso repensar los planteamientos de San Isidoro de Sevilla, que resume con sabiduría ejemplarizante lo que para lo conservador significa el bien común en la formulación y aplicación de la justicia.