Aunque es apenas obvio que la opinión pública centró su atención en el escandaloso caso de un concejal de Chía (Cundinamarca) que evadió un retén policial al norte de Bogotá e ingresó abruptamente a una instalación militar, lo cierto es que pese a todas las advertencias de las autoridades y las tragedias ocasionadas por conductores borrachos, este flagelo sigue presentándose.
No es sino mirar las estadísticas preliminares de la Policía sobre lo ocurrido en pasado fin de semana con puente festivo a bordo. Aunque los índices de accidentalidad disminuyeron sustancialmente, al pasar de 300 a 107 percances viables, fueron sorprendidos casi 1.400 conductores en estado de ebriedad.
Más allá del caso del controvertido concejal, cuyo proceso pasó a la Fiscalía y será un juez quien decida sobre su grado de culpabilidad, lo cierto es que no se entiende cómo en todo el país aún todavía hay cientos de irresponsables que se arriesgan a manejar pese a estar alicorados o incluso bajo el efecto de sustancias alucinógenas.
¿Acaso esos 1.400 infractores no tuvieron noticia de las tragedias recientes causadas por borrachos al volante? ¿No vieron el dolor e indignación de padres, madres, hermanos, novios, esposos y amigos de las víctimas? ¿No se impactaron por las imágenes de los responsables de esos accidentes que en juzgados y ante la prensa pedían perdón por las muertes y heridas que causaron, pero advertían que todo fue producto de una equivocación y no eran los criminales que toda la opinión pública consideraba?...
No se puede hablar aquí ya de un problema cultural, ni tampoco caer en la desgastada tesis de que la génesis del flagelo está en los llamados “vicios socialmente aceptados”. No, aquí lo que hay es una clara imprudencia suma que raya en lo criminal. No es una infracción menor ni excusable por el ambiente festivo que distinguió el fin de semana.
Lo ocurrido este fin de semana lo único que hace es ratificar la urgencia de que el Congreso apruebe el proyecto de ley que busca aumentar los castigos a los conductores ebrios, con sanciones que van desde altas penas de cárcel y multas millonarias, hasta el decomiso o expropiación definitiva del vehículo y, obviamente, la cancelación por décadas de la licencia de conducción.
La iniciativa ya tiene mensaje de urgencia para que senadores y representantes le den la prioridad que se merece, de forma tal que antes de terminar este tramo de legislatura, que va hasta mediados de diciembre, pueda haber avanzado ya en comisiones y plenarias.
El Congreso no puede ser inferior a esta responsabilidad y más allá de las coyunturas políticas y electorales, todos los partidos deben empujar el proyecto, cuidando siempre que el trámite no se vaya a viciar por asuntos de forma y fondo. En esto es clave evitar que se rompan premisas normativas como la unidad de materia o la proporcionalidad entre el delito cometido y la pena a imponer. Ya se advierte desde algunos sectores que asoman visos de populismo punitivo y propuestas extremas que posiblemente podrían ser declaradas inexequibles por la Corte Constitucional, dando al traste con todo este esfuerzo legislativo.