*Desmemoria del Palacio de Justicia
*La benévola “acción armada guerrillera”
Grave, desde luego, que la retoma del Palacio de Justicia, el seis y siete de noviembre de 1985, hubiera dejado la macabra consecuencia de los once desaparecidos que la Corte Interamericana de Derechos Humanos ha reivindicado en la última sentencia en que condena al Estado colombiano. Pero no puede ser ello óbice para olvidar, en lo absoluto, ni siquiera para equilibrar del mínimo modo, las cargas del peor acto terrorista entre los acostumbrados de las últimas décadas, el más salido de todo marco humano, tan energúmeno como inmisericorde, que fue precisamente el secuestro de al menos 300 personas y el asesinato consecutivo de los magistrados de la Corte Suprema de Justicia y el Consejo de Estado, así como sus auxiliares, por parte del M-19, en el corazón administrativo e histórico del país. Eso que la Corte IDH llama tan de pasada y benévolamente “acción armada de la guerrilla”.
Se trataba, con ello, nada menos que de presionar el traslado del Presidente de la República, en ejercicio, a los despachos de los juristas cautivos, para realizarle un juicio en el que debía, una vez igualmente secuestrado, dizque aceptar alguna culpa referida al cese de fuegos logrado en el marco del proceso de paz que paradójicamente él mismo había iniciado con esa organización y que mantenía con otras agrupaciones de las que el M-19 recelaba en una competencia por el monopolio del terror. Y esa era la forma, no sólo de escalar el protagonismo hasta las cumbres en que se desenvolvía su esquizofrenia grupal, sino de contestar la generosidad del Estado colombiano, que de antemano había sufragado una amnistía general, de la que ellos habían sido los principales beneficiarios y defraudadores. Todo ello, además, enmarcado bajo la consigna adúltera de “comando Antonio Nariño por los derechos humanos”, asimismo sobre la base, como lo ha comprobado la Comisión de la Verdad, de que la misión comprendía incendiar el edificio para reducir a cenizas los expedientes de los llamados “extraditables”, que por anticipado habían financiado la maniobra terrorista.
Y he aquí que eso tan premeditado que consistía en derruir hasta el último asomo institucional, eso llamado por la Corte IDH escueta y del modo más benigno posible la “acción armada de la guerrilla”, por lo demás pasando por alto que todo comenzó con el fusilamiento de los celadores y de los primeros policías que llegaron, termina en un segundo plano. Y se escuda simplemente en decir que el Estado no previno el “ataque guerrillero”. Se dirá, por supuesto, que el motivo de la demanda son los desaparecidos y a ello se refiere. Circunstancias que ya habían sido aceptadas, en algunos de los casos, por los tribunales colombianos, con sentencia y cosa juzgada a bordo. Situación que la Corte reconoce, pero re-juzga.
Dentro de la libre autodeterminación de los pueblos, que es el principio sagrado del derecho internacional, Colombia volvió a otorgar, a los pocos años del Palacio de Justicia, amnistía e indulto a los miembros del M-19, tras iniquidades adicionales y la lesa humanidad comprobada. De todos es sabido que se incorporaron a la civilidad, participaron en la creación de la nueva Constitución y hacen parte preeminente de diferentes partidos, de izquierda y derecha, indistintamente, ocupando diferentes cargos y dignidades porque el Estado y la democracia colombianas se los ha permitido, bien en el servicio público, las organizaciones no gubernamentales, la cultura o la empresa privada.
Lo que no puede ocurrir, porque el principio sagrado del derecho penal es la proporcionalidad, es que las Fuerzas Armadas Colombianas, que aun si sus rabiosos detractores digan lo contrario, salvaron ese día la democracia, se mantengan en la mira y se deriven pruebas espurias sobre los oficiales que en aquella ocasión eran los héroes, aplaudidos espontáneamente a su paso por las calles. El Gobierno dice ante los dictámenes de la Corte IDH que ha aceptado la responsabilidad del Estado de “buena fe”, sin nombres precisos, cualquier cosa que ello quiera decir, por más de que nada se entienda. En todo caso, ni de “buena fe”, las Fuerzas Militares pueden ser el “chivo expiatorio” del Estado. Y eso lo debe tener claro el Gobierno y el mismo Estado en su conjunto. El resto es mantener el desequilibrio esquizoide como modus operandi de la reconciliación.