Una vez más la opinión pública en Colombia se ve impactada por los casos de feminicidios que se han venido multiplicando en las últimas semanas.
Las estadísticas de la Procuraduría son alarmantes: ya son más de 90 homicidios por condición de género en lo que va corrido del 2024. Más grave aún es que en 61 de estos casos, los agresores fueron presuntamente parejas o exparejas de las víctimas. Incluso, el arma blanca es la más utilizada por los victimarios. Antioquia, Valle del Cauca, Santander, Atlántico y Bogotá son las zonas con más muertes violentas de este tipo.
Sin embargo, más allá de esas cifras el debate de fondo se da en torno a por qué continúan aumentando los feminicidios si en los últimos años la legislación colombiana ha sido cada vez más drástica en cuanto al aumento de penas y la restricción de beneficios penitenciarios para los condenados.
Al tenor de lo advertido por los principales juristas queda claro que hay un error de concepto al considerar que la respuesta es única y estrictamente penal. Se recuerda, por ejemplo, que cuando en Colombia años atrás se tipificó como delito independiente el feminicidio y se estableció que tendría una de las más altas condenas dentro del Código Penal, el objetivo principal era que la drasticidad del castigo haría las veces de elemento disuasivo frente a potenciales victimarios. En otras palabras, que aquellos que pensaran ejercer un acto de violencia extrema sobre las mujeres lo pensarían dos veces antes de proceder debido a que, literalmente, se arriesgaban a pasar el resto de su vida tras las rejas.
No obstante, estudios sobre caracterización delincuencial han evidenciado que en el caso del feminicidio el agravamiento de penas no ha cumplido con esa función. Por el contrario, como lo advirtieron varios abogados penalistas, no pocos de los victimarios son conscientes de que si son capturados vivos perderán su libertad de forma definitiva. Precisamente por ello, en un fenómeno que requiere un estudio a fondo, una vez concretan su objetivo fatal proceden también a quitarse la vida.
Para varios de los expertos consultados en un informe que publicamos en esta edición es claro que frenar la curva de feminicidios requiere primordialmente un cambio de patrones socioculturales que, lamentablemente, han estado muy arraigados a lo largo de la historia de nuestro país, no tanto por una tendencia machista, que es evidente ha perdido fuerza en las últimas décadas, sino por la persistencia de una cosmovisión en una parte de la población en torno a que la agresión física y psicológica no es un elemento particularmente grave, sino que hace parte de las contingencias ‘normales’ en las relaciones de pareja y la resolución de conflictos al interior de las familias.
No deja de llamar la atención que en un país en donde la religión católica es mayoritaria y, por lo tanto, debería estar acendrado el concepto dogmático de que toda vida es sagrada, esa estructuración de valores se ha debilitado drásticamente.
Claro, la solución más objetiva a esta crisis sería la promoción de un cambio de patrones socioculturales tanto en los núcleos familiares como desde las instancias educativas. Pero mientras ese complejo proceso se implementa (tomaría años) resulta imperativo fortalecer los mecanismos de detección temprana de los riesgos de agresión a las mujeres, sobre todo de aquellas que acuden a la justicia y otras instancias administrativas para advertir que son víctimas potenciales.
Alarma que en algunos de los casos de las últimas semanas las mujeres que resultaron agredidas o asesinadas habían puesto en conocimiento de las comisarías de familia y de otras instancias de las autoridades que sus parejas, exparejas o integrantes del núcleo cercano las tenían amenazadas. Sin embargo, la ruta de intervención fue muy lenta y, al final, solo hay tragedias que lamentar.