Es más que comprensible la prevención que existe en una parte de la ciudadanía en torno a las miles de peticiones de excarcelación que se han presentado en los últimos días a raíz de la entrada en vigencia de la reforma al Código Penitenciario.
Esa norma, según lo explicado por el Ministerio de Justicia, da pie a una mayor flexibilización en cuanto a la sanción de prisión intramural, es decir cuándo una persona debe permanecer tras las rejas y en qué condiciones podría otorgársele otro tipo de sitio de reclusión (como su domicilio) o acceder a la libertad condicional.
De esta forma, en el nuevo Código se establece que las personas condenadas hasta a 8 años de prisión podrían acceder a la detención domiciliaria. También se puede aplicar la suspensión de la condena por penas menores a 4 años y otros beneficios de libertad condicional.
Aunque tanto el Gobierno como el Inpec indicaron que la norma no es de aplicación general y que -en palabras del ministro de Justicia, Alfonso Gómez Méndez- “no va a haber excarcelación de asesinos, violadores o personas que hayan depredado al erario público”, lo cierto es que en la opinión pública sí ha impactado la noticia de que en cuestión de semanas no menos de ocho mil presos podrían ir a prisión domiciliaria o acceder a la libertad condicional.
Es apenas claro que la gente asocie este tipo de situaciones con las noticias que a diario se ven sobre delincuentes que son capturados en flagrancia y al revisar su prontuario se ve que tienen varias entradas a la cárcel o, peor aún, que se les había otorgado beneficios como prisión domiciliaria o libertad condicional, los mismos que aprovecharon para volver a la ilegalidad. Incluso, se tiene el caso de infractores reincidentes en delitos menores, a los que poco les importa ser capturados constantemente pues saben que pronto estarán en las calles. Esa clase de situaciones generan círculos viciosos en donde la ciudadanía no sólo pierde la fe en la capacidad disuasiva de la justicia frente al delincuente, al tiempo que genera un efecto negativo en la propia Fuerza Pública, pues todo el esfuerzo humano, técnico y financiero que se utiliza para detener y judicializar a un infractor de la ley, queda sin piso si éste en poco tiempo vuelve a las andadas.
Es claro que la legislación penal no puede llevar a que todo aquel que viole la ley sea hundido en la cárcel no sólo porque el hacinamiento en las prisiones se dispararía a niveles muy peligrosos, sino porque se perdería todo el enfoque de resocialización que debe tener el sistema de justicia. Igual debe comprenderse que el derecho a la libertad es uno de los más delicados dentro del esquema de garantías fundamentales y su afectación debe proceder cuando la infracción sea muy grave.