- Racha de masacres prende las alertas
- Urge frenar el reciclaje de violencias
El primer y más importante deber de un Estado es proteger las vidas de todos y cada uno de sus habitantes. En el editorial de nuestra edición dominical llamábamos la atención en torno a la alta preocupación que existía en el país sobre la seguidilla de masacres en las últimas semanas, empezando por las matanzas en cercanías de Cúcuta y la zona del Catatumbo, el asesinato de indígenas en el Cauca y el atroz crimen contra cinco jóvenes en un sector semiurbano de Cali. Trajimos a colación que mientras en el primer semestre de este año se habían presentado, de acuerdo con las estadísticas del Ministerio de Defensa, siete masacres que dejaron treinta víctimas mortales, desde julio en adelante se estaba reportando un aumento muy dramático en los asesinatos colectivos. De hecho, a hoy ya parece evidente que, lamentablemente, se superarán los guarismos del año pasado, cuando se registraron diez masacres con sesenta vidas perdidas.
Lamentablemente la noche del sábado se presentó una nueva masacre. Esta vez el escenario fue la zona rural del municipio de Samaniego, en Nariño. Hasta allí, en horas de la noche, llegaron cuatro encapuchados que con fusiles atacaron a un grupo de jóvenes que se había concentrado en una casa campestre para celebrar con licor y música, saltándose las normas de bioseguridad y distanciamiento social. Los testimonios de los sobrevivientes coinciden en que los asesinos dispararon de forma indiscriminada y que incluso habrían rematado en el piso a los heridos.
Como es apenas obvio esta nueva masacre impactó profundamente al país y la comunidad internacional, que al unísono condenaron el atroz hecho y exigieron de las autoridades una rápida acción para encontrar y castigar a los autores materiales e intelectuales. A la zona se desplazaron el Ministro de Defensa y los altos mandos militares y policiales que ordenaron un amplio despliegue de tropas, en tanto que la Fiscalía comenzó las pesquisas con un equipo especial. Todo ello unido al ofrecimiento de una millonaria recompensa por información que ayude a esclarecer el crimen, alrededor del cual se han formulado varias hipótesis, la mayoría de las cuales tendrían que ver con asuntos de microtráfico y accionar de grupos ilegales armados.
¿Qué está pasando en materia de seguridad y orden público? Esa es la pregunta obvia que se genera ante el aumento de las masacres, que se suma a la racha incontenible de asesinatos de líderes sociales y desmovilizados. Sí, es cierto, la incidencia de varios de los principales delitos de alto impacto ha disminuido en lo corrido de este año, empezando por la tasa de homicidios. Y también es una realidad que por primera vez en siete años se logró frenar la tendencia al alza de los narcocultivos. Sin embargo, en el otro lado de la moneda debe advertirse que hay un reciclaje cada vez más peligroso de los factores de violencia regional y local, ya sea por parte del Eln, las disidencias de las Farc, las bandas criminales de alto espectro (‘Cartel del Golfo’, ‘Los pelusos’, ‘Rastrojos’…), los carteles del narcotráfico o las redes de minería ilegal, extorsión, microtráfico y otras actividades delincuenciales de tipo organizado o difuso.
La principal causa de este rebrote criminal no es otra que la debilidad reiterada del Estado para hacer presencia permanente, eficaz e institucional en todos los rincones del país. Es claro que las economías ilegales a distintas escalas están en una lucha a sangre y fuego por hacerse con el dominio de actividades delictivas de la más diversa índole. Y es evidente también que para hacerlo se están apoyado en facciones armadas de distinto origen, cuya principal tarea es infundir terror en sus rivales y la población civil. En síntesis: el deterioro de los índices de seguridad y orden público tiene su principal causa en que la Fuerza Pública, los fiscales y los jueces no están haciendo presencia institucional y superlativa en muchos municipios e incluso grandes ciudades. Aunque parezca una verdad de Perogrullo, no por ello deja de ser una premisa contundente: un Estado que no controla el territorio ni el monopolio de las armas, es un Estado que no gana la batalla diaria contra los factores de violencia, sean cuales sean los móviles de estos.
Visto todo lo anterior queda más que claro que se requiere de un ajuste a la política de seguridad y orden público. Hay buenos resultados en varios flancos, es innegable. Pero en otros las alertas y, lamentablemente, la afectación de la población civil aumenta de forma dramática, haciendo recordar épocas infaustas que se creían superadas en mayor parte. Un ajuste que debe tener un norte único y claro: recuperar el dominio del territorio y el monopolio de las armas.