Todos estamos al tanto de la tremenda importancia del agua para la humanidad, lo que no obsta para que muchos la contaminen y la desperdicien. El elemento citadino va perdiendo el respeto a la naturaleza, sobrevive en la falsa creencia de que tiene derecho a todo y, por lo tanto, debe tener agua y consumirla. Así entienden algunos los derechos que consagra la Constitución de 1991, sacados de la declaración de principios de los Derechos del Hombre. No percibe el que vive en Bogotá que el agua es un elemento que en algunas sociedades primitivas era considerado sagrado y que en las más avanzadas de hoy es visto como el elíxir de la vida.
Lo que más duele del mal uso del agua es la inconsciencia de la sociedad, pues a sabiendas de que debe arborizar, defender las zonas naturales donde nacen las quebradas y los humedales, entre otros aspectos, no solamente evita hacerlo, sino que va lanzando detritus y químicos a lo largo del cauce de los ríos, afectados también por la minería ilegal y, en algunos casos, también por la legal. No faltan algunos analistas que sostienen, con cierto humor negro, que el problema de Colombia y su relación con el agua es que tiene en ese campo tantos recursos que no los valora... Y no solo eso, los subutiliza y despilfarra.
Bogotá cuenta con un poderoso sistema de abastecimiento que permite que recibamos el preciado líquido desde distintas y lejanas regiones y ríos. Sin ese aporte y el tratamiento de millones y millones de metros cúbicos de agua que llegan a Chingaza y otros sistemas, la ciudad no sobreviviría. Por tanto, los capitalinos tenemos el deber y la obligación de defender ese valioso líquido. Una exigencia que se hace más urgente en la antesala de épocas de altas temperaturas y sequía, como la que se avecina por el verano intenso producto del fenómeno de El Niño. Las tragedias por esta clase de contingencias climáticas llevan a que los gobiernos nacionales y locales deban actuar presionados por las protestas de la multitud y la necesidad de abastecer a como dé lugar a los más necesitados, como lo está haciendo el Ejército en estos momentos en el Atlántico, acudiendo incluso a repartir el preciado líquido en carrotanques. Un sistema en el que, además, siempre hay que tener cuidado de que no la acaparen el agua intermediarios y luego salgan a vender el líquido, sin importarles que eso lleve a que se enfermen niños y ancianos y gentes de cualquier condición.
Las grandes y previsivas potencias del mundo se afanan por comprar zonas donde nacen los ríos y grandes fuentes de agua en todo el planeta. Negocian represas y embalses de cadenas de producción de energía. Saben que es un asunto estratégico. Es más, el agua en algunas regiones, por su escasez, cuesta más que el combustible. Por eso hoy para un país vender el agua y las fuentes de energía es una suerte de suicidio, por cuanto por las leyes del libre mercado quien tenga el monopolio de las mismas tratará de sacar el mayor provecho.
En Medellín, donde tienen Metro y otros sistemas modernos de transporte, se hacen nuevas vías y se tapan los huecos. Allí se puede hacer lo que se aplaza por décadas en Bogotá. No solamente han avanzado en la descontaminación del río que atraviesa la ciudad, sino pactado un gran proyecto de arborización para, dentro de un esquema moderno de manejo ambiental y prevención, cuidar el recurso hídrico. Se trata de recuperar el hábitat que el hombre ha degradado y destruido. Bogotá, junto con la CAR, podría imitar esa tarea y superarla, dado que las necesidades de la región son mayores.