Y la notificación, ¿para cuándo?
Garantismo de la función preventiva
En un país que suele vivir con los nervios de punta, a raíz de la endémica y perniciosa inestabilidad que le ha tocado sufrir, resulta de su naturaleza que el fallo del Procurador sobre al alcalde de Bogotá haya exacerbado momentáneamente su temperamento trémulo. Se trata de nuestra saltuaria democracia, activa y actuante a nuestro modo, lo que Bernardo Jaramillo llamaba el “sancocho nacional”.
Frente a ello, ha hecho el Procurador lo correcto al guardar silencio, no ceder a las provocaciones ni a los titulares cinematográficos y respetar antetodo el debido proceso. Existe ahí una sana interpretación democrática que el país debe juzgar positivamente en su integridad institucional. Ni más faltaría un Procurador saltando al ruedo de la discordia, que ahora llaman ágora, aún a pesar del acoso tutelar, recusante, mediático y penal al que se le pretende someter. Desde hace tiempo la ciudadanía viene pidiendo que los magistrados hablen por sus sentencias y no por los micrófonos. Eso es lo que está haciendo el Ministerio Público. No obstante, el sancionado no se ha notificado, impidiendo con ello que pueda legalmente hacerse público el fallo. Inclusive, la Procuraduría entregó el documento a la Fiscalía bajo estricta reserva judicial y en favor de los procedimientos ya dichos. Lo que pueda conocerse del veredicto es por filtraciones que rompen el equilibrio entre los medios. Ese vacío ha impedido que la ciudadanía pueda sopesar adecuadamente las posiciones.
De otra parte, no parecería procedente que pudiera viajarse a la CIDH en Washington sin esa notificación y publicación de la sentencia. De suyo, ¿cómo puede presentarse un alegato contra un documento que la Alcaldía, por su propia voluntad, no conoce? Es más, en caso de ese salto internacional, aún sin agotarse las instancias nacionales (ni siquiera el simple acto de notificarse), si el Alcalde viaja también debería hacerlo un delegado de la Procuraduría. Puede todo ello incluso ser inane cuando es sabido que la CIDH no puede actuar sino con fallos en firme, pero sobre todo cuando éstos no se han dictado por autoridad competente, se viole el debido proceso o no existan las facultades debidamente consagradas; nada de lo que aquí ocurre.
En efecto, las miles de opiniones, aún las más acerbas, no han encontrado tacha constitucional en el ejercicio del Ministerio Público. Es decir, la sorpresa para ellos ha consistido en que la Procuraduría ha hecho uso plenamente legal de sus facultades al expedir la determinación. Como esto es así, entonces queda el expediente tradicionalista de echarle la culpa a la Constitución. El caso real, sin embargo, consiste en que durante los debates de la Constituyente, en 1991, la idea fue organizar una Procuraduría con dos funciones básicas: la preventiva y la disciplinaria. La mayoría ha dedicado su atención a la segunda, más escandalosa, pero sobre la primera, tal vez más importante, nada se ha dicho. En infinidad de oportunidades el acompañamiento de la Procuraduría a los servidores públicos, incluso del más alto nivel, muchos de los cuales la han solicitado cuando han existido dudas o complejidades, ha sido clave para proteger el interés público, atacar la corrupción y salvaguardar la eficiencia administrativa. Será siempre mejor prevenir que curar. Una lástima que en Bogotá se hubiera hecho caso omiso de semejante instrumento garantista.