Cosmovisión de García Márquez
De cómo elevó los espíritus
Ya no es noticia que Gabriel García Márquez murió. La noticia es que ha fallecido el último de los genios.
En este mundo contemporáneo, donde la realidad se disuelve como una gota al caer, la genialidad ha dejado de ser el parangón por el cual ha transitado la humanidad. De todos es sabido que ahora la civilización se desenvuelve en medio de la frase impactante, la imagen momentánea, el espectáculo huero, la cultura sin raigambre; una sucesión de hechos que se hacen y deshacen al capricho de las circunstancias inmediatas.
García Márquez fue la antípoda de ello. Llevó la realidad al rasero superior de la imaginación y con ello le dio una consistencia de mayor calado que la cotidianidad. De tal modo su literatura elevó los espíritus más allá de sus entronques terrenales. Y en ese sentido, sus millones de lectores vieron y sintieron su literatura como una profecía del ser humano. Por ello, en su carácter genial, Gabo fue un apóstol de la existencia en su esencia íntima.
Un verdadero literato es aquel que logra ver en los sucesos y las actitudes humanas aquellas cosas que nadie más, sino él, puede vislumbrar. Por eso, precisamente, existen tan pocos literatos pese a estar el mundo y la historia copados de escritores. Una y mil veces dijo García Márquez que él no era más que un traductor de las cosas que veía o como las recordaba. Pero la filigrana con que lo hizo, esa sensibilidad característica de él y tan solo de él, fue lo que permitió ese encumbramiento del espíritu que irriga su obra y se manifiesta en cada una de sus frases de orfebre. De hecho, su creación parece una partitura de sinfonías, adagios y tempos. Hay contenida en su cadencia fenomenología una musicalidad insoslayable que va hipnotizando al lector, sacándolo de su contexto habitual. Y es ahí, justamente, cuando García Márquez deja de hablarle al raciocinio para pasarse al lenguaje del corazón. En el más alto sentido, desde luego, de lo que significa comprender esa masa de emociones que habitan en todo ser.
Un genio es único. Es por ello que se le tilda así. Suelen, por lo tanto, no ser comparables. Cuánto hay de Beethoven en Wagner es difícil de decir. Cuánto existe de Picasso en Dalí, o a la inversa, es prácticamente un anatema. La comparación entre Cervantes y García Márquez, que suele ocurrir desde que la revista Time así lo hizo al cambio de milenio, tampoco es fácil de dilucidar.
Posiblemente Gabo haya tenido influencias literarias, pero la insistencia en ellas, aún por él mismo, parecen más forzadas para poder explicar su propia dimensión. Pero en verdad, la genialidad de García Márquez se dio más bien silvestre, sin contacto inicial con nada que no fuera su inmanencia. Y eso es, tal vez, una de las características esenciales de su devenir. Ciertamente, desde que tuvo conciencia, quiso ser un gran escritor, inclusive posteriormente con Julio Cortázar de paradigma, cuando nadie entendía muy bien que quería decir Rayuela. Pero la fruición de escribir le venía por naturaleza, a borbotones y ante la necesidad de expresar bajo su óptica el mundo circundante. Fue su única manera, desde pequeño, de poder vivir. Y entonces la literatura lo salvó y encausó su genio, sin influencias primarias, salvo los cuentos orales que escuchaba de su parentela y mezclaba con el ámbito exuberante que respiraba en Aracataca o La Mojana. De este modo, párrafo a párrafo, plasmó lo que de forma exacta llamaba el olor a la guayaba y que después, sofisticadamente, algunos reseñaron como el realismo mágico.
En efecto, un genio es aquel capaz de crear una cosmovisión. Es decir, una esfera de tal fuerza que convence y conquista a los demás. Cuando a Einstein algún día se le preguntó cuál era su Fe, contestó, precisamente, que era la de quienes tenían capacidad, en el pasado, presente y futuro, de crear mundos nuevos, fueran ellos a partir de la cultura o la ciencia, porque sólo así se llegaría algún día a desentramar el misterio de la vida. Es indudable que García Márquez, al hacer lo propio, contribuyó universalmente en ese propósito. Un propósito por lo demás perdurable, a diferencia de ese mundo que gota a gota tiende siempre a evaporarse en la actualidad.
Para Colombia, por su parte, García Márquez no es sólo el más ilustre y universal de los aquí nacidos, sino el más colombiano de los colombianos. Es extraño ver alguien tan apegado a sus raíces pero de alcance tan global. Será porque el ser humano es el mismo, uno y en todas partes. En todo caso, de su creatividad pudo explicarse lo que era América Latina. Y con sus conceptos y figuraciones la hizo parte integral de Occidente, con las diferenciaciones y la personalidad correspondientes.
Desde el punto de vista del país, de alguna manera, García Márquez a partir de la filosofía no pretendida del realismo mágico nos permitió comprendernos en nuestra incomprensión. Sirvió ello de acicate en las épocas tenebrosas que ha vivido la Nación, al menos como un placebo de la tragedia sin fin. Pero el Nobel, una y otra vez, manifestó que aquella ruta de las matanzas innumerables y consecutivas no podía explicarse sino como una perturbación del alma colombiana. Y por ello, una y otra vez, hasta el fin de sus días, imploró y trabajó por la paz.
Cuando García Márquez, el último de los genios se va, queda en el corazón, aparte de la congoja por su desaparición, la plenitud de haber disfrutado de su elixir a través de su obra y su carácter. Sin embargo persiste la soledad de saber, en este mundo contemporáneo y uniforme donde la genialidad ha dejado prácticamente de existir, al pasarse del homo sapiens al homo tecnológico, que de aquellos canales geniales por los cuales transitó la civilización parece no haber más. Lo que por fortuna no alcanzó a vivir García Márquez para contar.