Plebiscito, un mecanismo inviable
El tres por uno de la asamblea constituyente
Como se sabe el proceso constituyente de 1991 fue autorizado por la Corte Suprema de Justicia siempre y cuando la nueva Constitución se convirtiera en un Tratado de Paz. Así lo determinó la máxima corporación judicial de entonces bajo los cánones filosóficos y jurídicos del tratadista italiano Norberto Bobbio de acuerdo con los cuales una Carta Magna, en estricto sentido, es el conjunto de normas que una sociedad se da a sí misma para vivir dentro de la concordia, lazos de solidaridad y progreso.
Precisamente un discípulo de Bobbio, Luigi Ferrajoli, quien ha venido a Colombia recientemente, suscribió el término de democracia sustancial en el sentido de que el corazón del nuevo sistema democrático se encuentra definido por la incorporación de los derechos fundamentales y su salvaguarda. Así, en efecto, se hizo en la Constitución de 1991, incluyendo el derecho y el deber de la paz como mecanismo de obligatorio cumplimiento. Aún de este modo, la Constitución de 1991, con todos sus elementos positivos, no logró el consabido tratado de paz. La situación nacional incidida en las últimas décadas por el narcoparamilitarismo, la subversión desbocada, la corrupción y el choque de trenes entre las instituciones, impidió llevar a cabo el precepto de la sentencia.
Es hoy, justamente, cuando se han venido dominando las fuerzas irregulares que pusieron al país al borde del colapso durante las últimas décadas de vigencia constitucional, que se requiere más que nunca el antedicho Tratado de Paz. Bien como complemento del proceso de 1991, bien como salida al bloqueo que presentan muchas instituciones.
Frente a lo anterior, la propuesta del plebiscito que aduce el Gobierno como supuesto instrumento refrendatorio de la paz definitiva, no se compadece ni con el propio espíritu constitucional, ni con las características de la figura plebiscitaria a efectos de refrendación alguna. Pareciera, ciertamente, que el Gobierno se ha empeñado en la distorsión constitucional, no solamente en cuanto al inane y contraevidente acto legislativo que hoy se tramita en el Congreso para otorgar facultades extraordinarias al Jefe de Estado, sino en la adopción del plebiscito, por lo demás reformado como en una sastrería, en busca de la paz minimalista y cerrada que se pretende.
Pero del afán, como dice el refranero, no queda sino el cansancio, tal cual sucedió en su momento con el cacareado “Marco general para la paz”. De hecho, el plebiscito es una figura marginal de la Constitución que ni siquiera tiene desarrollo en sus normativas. Deferido a la ley, el plebiscito es el pronunciamiento del pueblo convocado por el Presidente de la República mediante el cual apoya o rechaza una determinada decisión del Ejecutivo. No hay pues refrendación, sino ratificación, siempre y cuando ello se refiera a medidas que no tengan que ver con modificaciones constitucionales, legales o de la potestad reglamentaria. Es decir, que todo lo que se ha venido tocando en los acuerdos de La Habana y lo que falta, por ejemplo, en materias constitucionales, no puede ser sometido a plebiscito. De suyo, tal y como está consignado en las sentencias correspondientes, el plebiscito actúa más bien como una consulta popular sobre políticas muy puntuales, pero no del alcance de lo que supone el Tratado de Paz antedicho.
Para ello, en cambio, están las figuras del referendo o la asamblea nacional constituyente, ampliamente desarrolladas en la Constitución y la ley. Siendo el referendo impropio por la cantidad de normas a tener en cuenta queda, por supuesto, la constituyente, fórmula constitucional debidamente delimitada en la Carta de 1991 y hecha a la medida de los tiempos actuales. Por ello, en vez de plebiscitos o consultas, que no interpretan el espíritu del tema, hemos propuesto lo que llamamos el tres por uno, o sea, el proceso constituyente con miras a la elaboración del Tratado de Paz que no fue posible establecer ni en 1991 ni en el desarrollo de las cláusulas constitucionales posteriores.
Ese tres por uno abarca, en primer lugar, la participación del Congreso en la ley que alindera la composición, competencia, período y temario de la constituyente. De modo que no se hace contra el Congreso, sino por voluntad suya.
En segunda instancia, la ley autoriza la convocación del pueblo para que, con base en lo acordado en La Habana, diga si lo allí pactado entre las partes puede ser motivo de desarrollo en la asamblea nacional constituyente, de modo que con la afirmativa se entienda dada la refrendación popular.
Y en tercer lugar, está la elección de quienes hayan de participar como delegatarios por votación popular, dentro del marco previamente señalado, si es que en la composición el Congreso no reserva ciertas curules por designación directa para gremios, académicos o algunas minorías.
Esa es la fórmula, el tres por uno, es decir, participación del Congreso, del pueblo y del Ejecutivo, como instrumentador del consenso, que resulta apropiada para no someter al país a la división infranqueable de lo que supone un plebiscito que si acaso se sabe cómo comienza pero no cómo termina.