· El malestar de la civilización
· Youtuberen la Feria del Libro
La cultura podría definirse, en su aspecto más directo y más allá del diccionario, como la adquisición individual de conceptos y elementos estéticos que permiten darle un sentido integral a la existencia. Como tal es una experiencia personal que logra el ensanchamiento del espíritu hacia una instancia que lo determina positivamente y lo retroalimenta en aras de una comprensión efectiva y más completa del mundo. Su contenido es, por tanto, esencialmente humano.
En este sentido la cultura es, en su desarrollo, un mecanismo humanizador que precisamente genera un sinnúmero de lazos para reconocernos y afianzarnos como seres de la misma condición, siendo nosotros apenas una célula de aquello que llamamos humanidad. Y que tiene una proyección lineal desde la aparición del espécimen humano como animal sensible y pensante y una aptitud hacia el futuro dentro de una resolución temporal incierta. Siendo así, el impacto de la cultura radica en que tiende a resolverse en nosotros mismos, en nuestra estancia temporal, más allá de lo que pueda sucederle a ella misma, con el paso del tiempo, como entidad autónoma y vital.
Es, pues, una equivocación pensar que la cultura es un tema para eruditos, académicos o sofisticados. Semejante visión, en general aducida por quienes han desfallecido en tomarla de compañera vivificante o le tienen temor reverencial a su adquisición, solo puede deberse a un argumento defensivo y acomplejado frente a lo que ella supone de fuerza transformadora individual. Como todo en la vida, la cultura implica esfuerzo. Que se manifiesta, claro está, bajo el ingrediente no siempre fácil de la asimilación disciplinada. Pero que, ejercitada paulatinamente como hábito natural y fluido, se vuelve nutritiva al igual que las proteínas de la alimentación. Esto es, asimismo, lo que permite aplicarla en la cotidianidad como un acto habitual, automático. En esa dirección es un ejercicio continuo en quienes la experimentan, que actúa invariablemente sobre el raciocinio y los sentidos, y que tiene una dinámica permanente en la perspectiva y el goce del mundo circundante, desde su impacto en el entorno personal inmediato hasta su desdoblamiento en el colectivo social. La ventaja, asimismo, consiste en que ella es similar al plato de cereales: o lo tomas o lo dejas. Qué se puede vivir sin aquellos, claro que sí, pero que igualmente son estos los que dan mayor energía al cuerpo, también. Lo mismo ocurre con la cultura, comprendido el ser humano como una entidad sensitiva y racional tan urgida de su propia nutrición como el mismo organismo físico.
Como tal, la cultura no es sinónimo de civilización, sino que pertenece a la órbita casi contraria de la humanización. Porque la civilización trata, en cambio, de las herramientas que el hombre ha inventado desde siempre para el dominio de la naturaleza y que son una suma de logros extrínsecos. Así ocurrió con el fuego y la rueda, la energía y las comunicaciones, en fin los múltiples aspectos que, producto de la ciencia y la tecnología, han permitido en cada momento la apropiación y dominación del espacio y cuyo efecto sustancial, de unos 200 años para acá, es la aceleración del tiempo y el uso persistente de sus intervalos. En ello se anda en la actualidad, desde la prolongación de la vida hasta el manejo del genoma, desde los teléfonos inteligentes hasta la física cuántica. De hecho podría aducirse que, en ciertos casos, el ser humano apenas si se piensa como una escueta aplicación tecnológica o una simple correa de transmisión del mercado. La cultura, al contrario, se refiere a los elementos intrínsecos, es decir, a la concepción del mundo desde una óptica personal gradualmente enriquecida, reconsiderada o reconfirmada. Y cuyo flujo se convierte, para quien lo experimenta, en un apasionante viaje íntimo.
Decimos todo lo anterior a raíz del zafarrancho armado por un youtuber en la Feria del Libro y los miles de admiradores de un sencillo tomo suyo, desestimado por algunos como una manifestación de la cultura puesto que se refiere a cosas tan evidentes y epidérmicas como las simpáticas monerías que ha vuelto un espectáculo lúdico en su exitosísimo portal mundial. Hasta ahí puede decirse que es perfectamente legítimo y válido divertirse sanamente cuando, por el contrario, la internet ha llegado a convertirse en la cloaca en donde se ha decapitado a los seres humanos, en vivo y en directo, también como razón cultural. En extremos tan supremamente opuestos creemos, no obstante, que allí puede expresarse de algún modo el malestar de la civilización.
Hoy, como axioma, el protagonista del mundo es el “selfie” y como tal no es una sorpresa que se desenvuelva en sus diferentes variables egocéntricas. Y como parte de ello, precisamente, la aplicación tecnológica ha llevado a convertir al ser humano en un “reality” universal, generando, no una cultura, sino una distorsión cultural en el mediocre rasero del narcicismo. Pero la cultura surgió como el fenómeno exactamente contrario, es decir, como el antídoto contra Narciso, aquel que se pierde del mundo enamorado de sí mismo, viéndose para siempre en su propio espejo de agua. Frente a esa propuesta, hoy tan en boga, también está la irrepetible oportunidad de ser partícipes, como nunca, de la cultura del conocimiento. Hay en ello, a no dudarlo, un sano mecanismo de rebeldía personal frente al automatismo de la alienación. Porque solo es a través de los insumos humanizantes de la cultura que la civilización adquiere su carácter civilizador.