* Entidad requiere una reingeniería funcional
* Un debate más allá de la milimetría política
El proceso para la elección en la plenaria de la Cámara de Representantes del Defensor del Pueblo ya entró en la recta final. Días atrás el Departamento Administrativo de la Presidencia de la República dio a conocer un listado de setenta nombres que se inscribieron para ser tenidos en cuenta por el jefe de Estado en la terna que debe remitir a la corporación legislativa en los próximos días.
No hay que olvidar que Carlos Camargo se posesionó como titular de dicha entidad el 7 de septiembre de 2020 tras ser escogido por la plenaria el 15 de agosto de dicho año. El alto funcionario no terminó su periodo cuatrienal porque renunció el pasado 31 de mayo y días después la Cámara le aceptó la dimisión, dejando encargado a Julio Luis Balanta Mina.
En los corrillos políticos pululan las hipótesis alrededor de quiénes podrían ser los perfiles que finalmente terminen integrando esa baraja de candidatos. Se mide el potencial de los aspirantes con base en su mayor o menor cercanía con el jefe de Estado y sus huestes políticas e ideológicas. También se especula que habría ya algunos movimientos en el Congreso en busca de alinear votos para distintos nombres, tanto al interior de las bancadas del Pacto Histórico como de partidos independientes e incluso de oposición… En fin, priman las discusiones sobre asuntos de milimetría política y, negarlo rayaría en la ingenuidad supina, asoma un tempranero pulso alrededor de expectativas de cuotas clientelistas en la entidad del Ministerio Público.
Sin embargo, convendría mucho al país que se abriera un debate de fondo alrededor de temas de mayor profundidad e implicaciones sobre el accionar de la Defensoría del Pueblo. Por ejemplo, hay voces que consideran que es momento de una reingeniería de las funciones de esta entidad creada por la Carta del 91 y hacer una revisión de su nivel de eficiencia.
No es asunto menor. Por el contrario, en la antesala de la elección del nuevo titular de la Defensoría hay una serie de elementos que exigen un discernimiento muy amplio y objetivo. Por ejemplo, el mecanismo de “alertas tempranas”, mediante el cual la entidad prende las alarmas sobre situaciones de alto riesgo para la población, es blanco constante de críticas, ya que las autoridades del orden nacional, regional y local en no pocas ocasiones ignoran esos campanazos y la victimización de los habitantes se termina, lamentablemente, concretando.
Y qué decir del sistema de defensoría pública para aquellos procesados judicialmente que no tienen cómo pagar un abogado propio. No solo la capacidad de este esquema se ha visto fuertemente impactada por el aumento de la población sindicada en los últimos años, sino por limitaciones de personal y presupuesto que son de vieja data. Disminuir el hacinamiento carcelario, así como en estaciones de Política y URI de la Fiscalía es imposible sin una corrección de fondo en este flanco.
Muy poco se escucha hablar, igualmente, de cómo enfrentar desde la Defensoría −que no hace uso frecuente de su iniciativa legislativa− la llamada “tutelitis”, es decir el alud permanente de recursos de amparo, la mayoría por vulneraciones sistemáticas a derechos como el de la salud. Tampoco faltan las voces críticas que señalan que esta entidad no ha utilizado con la dimensión y recurrencia debida instrumentos como el de las “acciones populares” para apoyar a las comunidades a superar circunstancias de alta afectación y conflictividad socioeconómica.
En un país con crecientes índices de violación de los derechos humanos y que al mismo tiempo sufre un repunte de la violencia perpetrada por grupos armados ilegales y delincuencia común, resulta innegable que la Defensoría se ve superada por este escenario convulsionado, sobre todo en el campo de la prevención y protección a población vulnerable.
Migración ilegal por el Darién, aumento de desplazamiento y confinamiento forzado de población, asistencia a comunidades en la mira de violentos o tragedias naturales, incremento de delitos contra la mujer y los menores de edad, deficiencias del Estado para disminuir o evitar violación de garantías fundamentales, así como un rol poco protagónico en debates de primer orden nacional, como la marcha de la política de paz y de seguridad o las mismas reformas sociales, económicas y judiciales en el Congreso… Estos y muchos otros temas requieren de una Defensoría más proactiva y determinante.
Así las cosas, ahora que la elección del próximo titular de la entidad del Ministerio Público entra en su recta final, sobre todo ante la inminente remisión desde la Casa de Nariño de la terna respectiva a la plenaria de la Cámara, muchos sectores políticos, económicos, sociales e institucionales esperan que el debate no se centre solo en la milimetría partidista ni en la afinidad ideológica de los candidatos. Hay que revisar sus propuestas respecto a cómo hacer de la Defensoría y su crucial papel en Colombia una institución más dinámica, eficaz y capaz de cumplir su rol vital en derechos humanos y preservación del Estado Social de Derecho.