Al filo de la inauguración de la COP 16 el país se ha enterado de que la producción estimada de clorhidrato de cocaína creció, durante 2023, en un 53% y la siembra de cultivos ilícitos en un diez por ciento. La dramática cifra, por encima de cualquier pronóstico imaginable y que pende como una espada de Damocles sobre Colombia, fue registrada en el informe de la Oficina contra la Droga y el Delito de Naciones Unidas, a través del Simci, destacando que el mercado viene en un ascenso acelerado, tanto del lado de la oferta como de la demanda.
En principio y en relación coincidente con los temas a tratar en la COP 16 dice el documento que, desde la siembra y extracción del insumo de la planta, hasta cumplirse todo el proceso de producción del alcaloide, se trata de una cadena integral que permanece como una grave amenaza para la conservación de la diversidad biológica y cultural. Debería ser precisamente parte de lo que, sin excepción, es imperativo tener en cuenta en las conclusiones de la cumbre mundial de Cali, puesto que el flagelo de la cocaína, en todos sus escalafones, no solo es un perverso agente degradante de la biodiversidad, sino que también es un enorme motor del cambio climático a través de la deforestación.
Para no hablar, claro, de la incontenible minería criminal, que envenena a los ríos con mercurio y que también menciona la ONU, al mismo tiempo que advierte sobre la infausta trata de personas. Es decir, la esclavitud sin redención en las zonas de siembra, elaboración, transacción y transporte cocainero.
Faltaría, para completar el cuadro, el casi siempre inadvertido y protervo contrabando de madera, otra gran faceta rentística de la criminalidad y que por igual viene en incremento. Como del mismo modo añadir el doloroso tráfico de especies, en particular de las que amenazan con extinguirse y que a los depredadores de la biodiversidad les resultan más atractivas y rentables.
Si bien, pues, la COP 16 se llevará a cabo en uno de los países más megadiversos del orbe, como Colombia, el concluyente documento sobre la cocaína, igualmente derivado de una experta agencia de la ONU, vuelve a notificarle al mundo el otro podio colombiano insoslayable: el de la coca. Lo que, por supuesto y cada día más fuera de concurso en la materia, exige al anfitrión de la Conferencia ambiental un inmediato e irrestricto compromiso con la biodiversidad. Sin retóricas, evasivas, ni confundir en un solo saco las actividades reguladas con las claramente criminales. De lo contrario la consigna de “paz con la naturaleza” no pasará de ser una mera y esporádica fórmula propagandística.
Pero todavía mucho más. Confirma la ONU que en 2023 la siembra ilícita aumentó a 253.000 hectáreas, es decir 25.000 adicionales a 2022, con el agravante de que se amplió a un mayor número de departamentos. Lo cual permite inferir que, de los 15 enclaves criminalísticos esparcidos y afianzados en el territorio colombiano, donde además de la coca se mezclan las multifacéticas actividades delincuenciales antedichas, se irán desdoblando a otros más. De hecho, el mismo informe hace una comparación con una década atrás, en 2013, cuando según sus datos se llegó a disminuir, bajo una estrategia sostenida, el área sembrada de hoja de coca hasta 37.000 hectáreas o, si se quiere una óptica adicional, las 45.000 que se registraron en los índices de la plataforma de Estados Unidos y que durante el gobierno Petro no han vuelto a presentar.
En ese orden, el informe indica, asimismo, que Colombia incrementó la producción estimada de coca pura, el año pasado, en más de un cincuenta por ciento, hasta 2.664 toneladas métricas de exportación. Si a ello se restan 746 toneladas incautadas, no necesariamente de coca pura, puesto que en las incautaciones se pueden verificar las mezclas de las de menor calidad, quiere decir que por una que se decomisa alrededor de tres salen directo al mercado. Si se entiende, a su vez, que un kilo del alcaloide está, por lo bajo, a 20.000 dólares en los lugares más cercanos de Estados Unidos, y de ahí para arriba en otras localidades norteamericanas y el resto del mundo, podrá hacerse el gigantesco cálculo. Todavía más cuando el consumidor adquiere su dosis por gramos, a un costo, también por lo bajo, de entre 30 a 50 dólares cada uno.
Principalmente fuera de los enclaves la coca ha encontrado, sostiene el documento, dificultades de venta. Pero en todo caso el mercado sigue ensanchándose, mientras Perú y Bolivia reducen o estabilizan su pequeña oferta frente a la colombiana. Todo ello, por descontado y como la subraya la ONU, a costa de la infame violencia que sufren los colombianos en las zonas y que incrementa la pobreza y desigualdad; violencia y desamparo que no encuentra remedio en el Estado.
Hace décadas el presidente francés, Jacques Chirac, cuando el asunto en Colombia no tenía ni de lejos las dimensiones de hoy, propuso, por una sola vez, comprar la cosecha, con el compromiso de que se recuperara la soberanía estatal y nunca se volviera a sembrar, otorgando alternativas. Es una idea vieja, en la época desechada por el mundo y que ahora el gobierno quiere de improviso retomar, en El Plateado, tratando de quitar la lupa sobre el rotundo fracaso de su política antidrogas, constatado por la ONU.
Aparte de muchos interrogantes, probablemente será también una temeraria forma de volver a los campesinos objetivo militar de los asesinos que dominan las zonas. Mientras no se entienda que el mandato es defender a los colombianos, recuperar el territorio y amparar la biodiversidad, el país seguirá, casi a propósito, naufragando en un mar de violencia, degradación y coca.