La opinión pública se enteró súbitamente por los medios de comunicación de la muerte del estudiante Luis Colmenares, de la Universidad de los Andes, prestigioso centro académico, que se produjo la noche del 31 de octubre de 2010 tras departir en una fiesta con sus compañeros. Es el incidente tristísimo y conmovedor de un joven al que se le truncaba una eventual vida de éxitos, puesto que era un excelente estudiante; por el pernicioso efecto de unas copas de más tuvo un traspié al correr que le habría hecho perder el equilibrio y lo hizo caer en el caño del parque El Virrey. Todo hacia pensar en un accidente. Cuando se supo que esa noche lluviosa una de sus acompañantes había llamado del móvil a su señora madre, lo mismo que a los bomberos para el rescate y éstos no lo habían encontrado se especuló sobre si la corriente lo habría podido arrastrar. Según las versiones que desde los primeros días circularon, en el lugar estaban algunas camionetas con escoltas y personas allegadas a los estudiantes que participaban en el festejo.
Era el primer año de Luis, él estaba alegre y era natural celebrar con sus compañeras y amigos, en particular con dos de las estudiantes más cercanas. Nada anormal hacia pensar en otra cosa y menos en un homicidio. Entre tanto, se sabe que Medicina Legal dictamina que fue un accidente. Mientras corren rumores en contrario y se conocen diversas versiones y toda clase de chismes que suscitan la curiosidad del gran público. La madre de Luis sufre bajo el impacto de la terrible noticia. La señora Oneida Escobar siente que el mundo se hunde cuando le cuentan que su hijo murió. Es una dama trabajadora que se esfuerza por apoyar a sus dos hijos, es intuitiva y no deja de pensar en el accidente; por las noches sueña de manera obsesiva con su hijo. En algún momento parece sentir unos mensajes del más allá, de lo desconocido. Hasta que en uno de esos sueños que se filtran a los medios, siente que el adorado hijo le dice que busque su cuerpo, que a él lo mataron. La familia como parte civil y su hermano litigante en el caso entran a exigir resultados y sospechan de la mayoría de los que asistieron al festejo. Se da un cambio súbito en la investigación de la Fiscalía, se habla de un eventual homicidio. Las acusaciones van y vienen. Entra en escena un joven al que la prensa y los chismes vinculan con una distinguida e influyente familia, con la que nada tiene que ver, que ha sido novio de la estudiante que acompañaba a Colmenares la noche de la desgracia. Se dice que esa familia influyente lo protege, que consiguió mover el cadáver esa misma noche o que le dieron una paliza en otra parte y lo volvieron a llevar clandestinamente al caño.
Entre tanto la opinión sigue la evolución del caso, que llevan prestigiosos abogados, con obsesión morbosa, el amarillismo cunde y se explota el escándalo. Y tal como se dijo ayer en El Nuevo Siglo, el asunto escabroso se torna en un verdadero galimatías, mientras que la misma institución de la Fiscalía se ve envuelta en el drama de los débiles indicios, los testigos falsos, la investigación persiguiendo una vía sesgada dentro del esquema espectáculo. El fiscal del caso aparece dando declaraciones a diario, seguramente con la mejor de las intenciones, sin percatarse de que la opinión pública se polariza y se intoxica presumiendo culpables que pueden ser inocentes, o lo contrario.
Hasta que la investigación se traslada a una fiscal que entra a estudiar a fondo el proceso y se tropieza con las declaraciones que buscan confundir el proceso, son los testigos falsos, con informes que no existen y un sartal de incoherencias que debe esclarecer. Como en otras sonadas investigaciones, incluso en la del magnicidio de Álvaro Gómez, donde testimonios sospechosos desvían la atención de los verdaderos culpables. Para sorpresa general, son tres los testigos cuyo falso testimonio está comprobado; uno de ellos confiesa que le pegó a la víctima, pero no lo mató.
El entuerto del crimen de Luis Colmenares pone en evidencia que el sistema de la oralidad, pese a ser tan antiguo y venir de los tiempos de la Inquisición, que también la hubo entre los anglosajones, tropieza con un obstáculo cultural que lo degrada, aquí faltar a la palabra dada, jurar en vano y acusar a los inocentes es común, se ha vuelto un negocio turbio que perturba el sistema judicial.