El enemigo es la maldad | El Nuevo Siglo
Domingo, 15 de Noviembre de 2015

EDITORIAL.TAL y como lo dijimos ayer es difícil especificar y darle un marco al tenebroso asalto terrorista que sufrió París, el pasado viernes 13. De alguna manera uno podría definir el terrorismo como una guerra sin guerra. Es decir, por fuera de toda instancia convencional o humanitaria.

 

Sea lo que sea, parecería evidente que, todavía más en la actualidad, el terrorismo tiene la característica fundamental, de todas las épocas,  de convertirse en el canal de la frustración a través de la violencia. No de otra manera es comprensible la gigantesca cantidad de resentimiento que significa atentar selectivamente, en múltiples lugares de una ciudad como París, donde el propósito abierto era atacar y asesinar a la población civil inerme en los lugares de mayor concentración de ciudadanos. Hay allí, a no dudarlo, un salto cualitativo en la concepción de las acciones, claramente cronometradas y de antemano previstas para que prácticamente ninguno de los atacantes saliera vivo.

 

En efecto, básicamente se escogieron sitios de gran aglomeración humana, a comienzos de un fin de semana, con el objeto de causar el mayor impacto y la mayor mortandad posible. Muy cerca, por lo demás, estuvo el yihadismo de un objetivo del tamaño del presidente de Francia, quien precisamente se encontraba en el partido de fútbol amistoso entre su país y Alemania, donde se dio uno de los primeros ataques suicidas.

 

No se sabe, ciertamente, que ocurrirá en el mundo el día en que el yihadismo cumpla un propósito hasta ahora no develado de asesinar a uno de los grandes líderes mundiales. En todo caso, no está claro, después de la salida intempestiva de Francois Hollande del estadio parisino, en mitad del partido, si fue que el yihadismo no alcanzó a cumplir con llegar hasta el primer mandatario, o si fue que él se encontraba allí por casualidad, como tantos otros de los 80 mil espectadores.

 

De modo genérico, el atentado se dio, pese a la multiplicidad de objetivos, contra la población civil. Fue, a todas luces, una matanza en el corazón de París, particularmente atentatoria contra los postulados del Derecho Internacional Humanitario, cuya salvaguarda precisamente consiste en precaver a quienes no son combatientes.

 

De acuerdo con el comunicado en el que el Estado Islámico se adjudica los sangrientos hechos, se trata sólo del comienzo de lo que llamaron “la tormenta”. Y se refieren en particular a que las acciones se debieron a una retaliación por el ingreso de las tropas francesas en la contienda que viene dándose en Siria. Si esto es así, el Estado Islámico acepta, por supuesto, su crueldad y su desprecio por el ser humano, en tal vez uno de los peores crímenes de lesa humanidad de que se tenga noticia en la historia reciente.

 

De lesa humanidad significa, naturalmente, que los crímenes perpetrados por el Estado Islámico en más de 130 muertos, 99 heridos de gravedad y 257 víctimas más, no se refieren exclusivamente a Francia y los franceses, sino que han tenido de objetivo a la humanidad entera.  El jefe de Estado francés ha dicho que ello comporta un “acto de guerra”. No lo es, en cuanto a que los civiles jamás podrán ser ni aceptarse de objetivo militar como tampoco lo puede ser para  Occidente en Siria o Irak.

 

Para los yihadistas serán estas, desde luego, pamplinas dentro de la doctrina occidental. Pero es ahí, precisamente, donde se da la gigantesca dicotomía mental y espiritual. Para los occidentales la vida es sagrada, pero para los yihadistas es apenas un episodio y por eso están dispuestos a matar y morir, generando la máxima cantidad de violencia, si ello les va a suponer, adicionalmente, la felicitación y el estímulo en el mundo eterno de Alá.

 

Del atentado sorprende, pues, el efecto de la frustración que los anima al asesinato como motor espiritual. Y desde luego la frustración se hace presente al desestimar como prostitución y una cloaca todo aquello que supone el andamiaje anímico e ideológico de la cultura occidental. Y que con este tipo de atentados pretenden aniquilar, como si sus raíces no fuesen lo suficientemente grandes, en tantos milenios de historia, como para permanecer en el tiempo.

 

Hay allí, por lo tanto, un complejo de inferioridad inusitado que desdice, además, del gran vigor que ha supuesto, en los mismos milenios de historia, la cultura musulmana, jamás referida a la violencia y por el contrario soportada en la paz y, como la cristiana, en el amor al prójimo.  Al fin y al cabo se comparten santos, como el arcángel San Gabriel, quien fue el que llevó el mensaje a Mahoma, dando nacimiento a esa religión, 610 años después de Cristo.

 

Por eso el papa Francisco ha dicho, mostrando su pesar por los atentados en París, que ninguna religión puede llevar a la erosión de la humanidad. Mucho menos, claro está, generar mentalidades hegemónicas, inclusive más allá del fundamentalismo, porque tal condición abjura de la propia alma que compone al ser humano, donde el libre albedrío es esencia.

 

Por lo pronto, en materias pragmáticas, Occidente parece haber fracasado en la personificación del enemigo. Acostumbrados al blanco y negro, los Estados Unidos, por ejemplo, suelen actuar contra los monstruos que llevan nombre propio como Al Capone, Hitler, Escobar o Bin Laden. En este caso, ya por varios años, la ineficacia sobre el Estado Islámico, del cual casi nadie se sabe el nombre de su líder, ha sido patente. Una vez más, como en el 11-S, podrán tenerse todos los presupuestos y artefactos militares posibles, pero ellos se muestran de antemano inútiles frente a quienes, con armas compradas al mejor postor, están enceguecidos por el odio y son capaces de ametrallar  a decenas de  civiles sin pestañear, como ocurrió en París, del modo más cobarde de que se tenga noticia.

 

Como dice la doctrina católica y cristiana, el enemigo no son los malos, sino la maldad. Los monstruos que vienen creándose desde hace un tiempo contra Occidente tienen el trasfondo de frustración y complejo de inferioridad que los ha enrutado hacia la peor de las violencias. El triunfo de esa maldad estaría en no generar las condiciones humanitarias en las que algunos países como Alemania e Italia, insisten. Sería un exabrupto cerrar las fronteras europeas y dedicar toda la política a la anti-inmigración. Desde luego, hay que atacar el terrorismo con todas las letras. Pero igualmente habrá que generar las condiciones, inclusive en Siria e Irak, para que se entienda que Occidente es un amigo y no un enemigo.