Hay tres maneras de ver lo que está pasando con el sorprendente número de menores de edad que en los últimos tres años ha tratado de ingresar de manera ilegal a Estados Unidos por la frontera sur. Las cifras son realmente alarmantes: 52 mil menores de 18 años, en su gran mayoría niños y niñas que no pasan los 10 o 12 años, ingresaron a ese país sin la compañía de adultos entre octubre de 2013 y mediados de junio de 2014. El incremento de este fenómeno se evidencia en que ese volumen de indocumentados es más del doble de la cantidad registrada entre octubre de 2012 y el final de 2013.
Una primera forma de abordar la problemática es desde el punto exclusivamente migratorio. Y aquí desde el presidente estadounidense, Barack Obama, hasta la Secretaría de Seguridad Interna, las autoridades federales de migración y las estatales han advertido, al unísono, que la gran mayoría de esos menores serán deportados en poco tiempo, en un intento evidente por desestimular a los padres de miles de niños y niñas que aún confían en que enviarlos solos a traspasar la frontera es una buena alternativa para que sus hijos puedan legalizar su estadía en Estados Unidos, así sea por la vía del asilo o el refugio humanitario.
La segunda forma de analizar este fenómeno es ir a las causas profundas que llevan a una familia a entregar sus hijos menores a redes de tráfico de personas que les cobran fuertes cantidades de dinero bajo la promesa de que si logran llevarlos más allá de la frontera estadounidense y, una vez allí, son abandonados para que sean llevados por las autoridades a albergues de paso, será muy difícil que los deporten pues (una parte del ‘trato’ familia-traficante que no se ha publicitado mucho) la posibilidad de localizar en sus países de origen a los padres, madres, hermanos y demás allegados de los infantes es casi imposible. Es más, en muchas ocasiones los niños y niñas son ‘entrenados’ para ocultar sus nombres reales y el de sus familias.
Y existe una tercera manera de abordar la crisis humanitaria que se está viviendo en la frontera sur-estadounidense: el papel que juegan los gobiernos involucrados e incluso los entes continentales como la OEA. No puede perderse de vista que aquí se está hablando, sólo en los últimos dos años, de alrededor de 80 mil menores de edad ¡80 mil! Se trata de una crisis humanitaria sin precedentes y que debería llevar a que, incluso, la ONU y la Acnur activaran estrategias de emergencia para garantizar la protección de los derechos fundamentales de los menores.
Se trata de tres ópticas que se han entremezclado en el análisis de esta crisis y que, según la orilla en que cada uno de ubique, tiene cierta lógica. Por ejemplo, para las autoridades norteamericanas es claro que si no advierten sobre las deportaciones masivas de los menores, entonces el fenómeno aumentará a niveles aún más críticos, con el riesgo siempre implícito de que los niños y niñas mueran en la travesía, sean asesinados por las mafias que se disputan a sangre y fuego el negocio ilegal o caigan en redes de trata de personas que los involucran en esclavitud laboral o explotación sexual.
Las familias de los menores, a su turno, consideran que vale la pena correr el riesgo pues las condiciones de pobreza o violencia en que viven en sus países de origen los condenan a un futuro incierto, trágico y no pocas veces delincuencial.
Y los gobiernos centroamericanos sostienen que si Estados Unidos no tuviera una frontera tan porosa, las mafias que se lucran del tráfico de personas no tendrían el boom actual y menos habrían ‘evolucionado’ al trasteo masivo de menores en los últimos años.
¿Quién tiene la razón?