La campaña electoral en la que se enfrentaron los dos candidatos venezolanos, de izquierda Nicolás Maduro, y de derecha, Henrique Capriles, en medio de una polarización en la que desapareció el centro, en una atmósfera casi irrespirable para la oposición por el abuso de la figura omnipresente del comandante Hugo Chávez, quien, supuestamente, según los demagogos del momento, desplazaba a los santos de la Iglesia Católica para hacer milagros y conseguir que las masas votaran por el sucesor que señaló a dedo cuando los médicos cubanos lo desahuciaron y se aferró a la posibilidad de un milagro de última hora, vino a demostrar que de alguna manera el pueblo por más que esté amarrado al populismo es capaz de pensar en su futuro. Y entender que sin industria, sin producción agrícola y sin garantías para el desarrollo, la miseria, el hambre y el atraso son inevitables. Lo que está aún en juego en Venezuela no es tanto el triunfo de un joven político que tuvo el valor de enfrentar en su apogeo a Chávez, o un Maduro que informado del descalabro económico que agobia el país, aceptó ser candidato a sabiendas de que recuperar la economía y mantener al mismo tiempo el asistencialismo social y la ayuda a Cuba y los países de izquierda de la región es algo casi imposible. El modelo de Chávez viene haciendo agua antes de su partida para el otro mundo.
Lo curioso del momento político que vive Venezuela es que días antes de las elecciones en ambos bandos antagónicos, no faltaron los más sagaces que sostenían que lo peor que le podía ocurrir a Capriles sería ganar ahora, puesto que recibiría una Venezuela en quiebra, con las principales instituciones en contra, tales como la justicia, la Asamblea de Diputados, el sistema electoral, la burocracia nacional y local, copada en su mayoría por el chavismo. Y, por su lado, los asesores de Maduro, en la intimidad, presagiaban lo peor, dado que el contraste entre el gobierno del comandante Hugo Chávez y uno eventual suyo, sería negativo para este último puesto que no podría sostener el tren de reparto y dilapidación de los recursos petroleros de la forma que lo había hecho su antecesor. Además, debería enfrentar el gravísimo problema de encontrar unas finanzas exhaustas con las reservas por el suelo y con el respaldo de oro en veremos, puesto que nadie da cuenta de lo que ocurrió con el oro que sacaron de los Estadios Unidos y pasó por Cuba o se quedó misteriosamente en La Habana, algo que nadie ha podido determinar con exactitud. El oficialismo estima que el oro es recuperable y la oposición teme que le pase a Venezuela lo mismo que les sucedió a los republicanos españoles cuando le dieron en custodia el oro de España a Stalin: jamás se lo devolvieron.
Como lo habíamos visualizado en el editorial del domingo, es un hecho el ascenso de Henrique Capriles puesto que se ha producido allí algo impensable: Maduro no entendió que Venezuela quería un cambio después de 14 años de lo mismo y, en vez, de ofrecer una política distinta, una reconciliación con el país nacional, siguió los últimos pasos de Chávez, así como éste se aferró a creer que un milagro le salvaría la vida, su heredero creyó que empleando hasta el abuso la figura de Chávez, su recuerdo, su ejemplo, sus discursos y consignas, ganaría por el milagro que le anunciaba un pajarito. Y lo que se observa a distancia es que el pueblo no comió cuento. Pese a que es preciso reconocer que Maduro hizo cuanto estaba a su alcance para conseguir la victoria, pero como diría Max Weber, le falto el carisma que le sobraba a su jefe.
En tales condiciones, lo que se observa es un avance monumental de Capriles en casi todos los Estados y ciudades, mientras que en algunos de los fuertes electorales de las barriadas populares numerosos de los antiguos chavistas no salieron a votar, no creyeron que el candidato pudiese calzar las botas de sus jefe ni que él tuviese su misma fortuna.
En el momento de escribir está líneas la campaña de Capriles, la oposición, reclama un reconteo de los sufragios. El propio Capriles afirma que reclamará su triunfo que aparece en las actas electorales que tiene en su poder hasta que se esclarezca el entuerto, de manera enfática agrega que “no pacto ni con la mentira ni con la corrupción. Mi pacto es con Dios y con los venezolanos”. En tanto que los del Gobierno que tienen un predominio absoluto sobre el sistema electoral y el aparato estatal, sostienen que un reconteo les podría dar la victoria. Vendrá un gran forcejeo y el fantasma de la violencia reaparece tras unos comicios en donde prevaleció el sosiego, con diversas presiones oficialistas y protestas que han quedado grabadas por la sociedad civil y que muestran graves fallas, manipulaciones y violación de la ley. Con la imparcialidad y objetividad que hemos comentado el desarrollo de la campaña, lo único cierto, independiente del resultado final electoral o el reconteo de votos, es que Venezuela despertó y hoy reclama más realismo, más democracia y libertad.