El general Hosni Mubarak gobernó durante treinta años el país con mano dura y utilizó el Tesoro Público como caja menor. La estabilidad de su gobierno se debió a un acuerdo con las grandes potencias y con Israel, en tanto fortalecía las Fuerzas Armadas y copaba con agentes suyos las instituciones. La gobernabilidad de Egipto se consiguió al precio de mantener la satrapía en el poder, a semejanza de otros países de la región. La intervención del Ejército en el “cambio” de tercio en el gobierno fue decisiva. La magia de Mubarak que le había permitido gobernar durante tres décadas se desvaneció por las continuas protestas populares toleradas por los militares y el poder lo perdió en un día al retirarle las tropas su apoyo. El otrora omnipotente hombre fuerte salió del gobierno por la puerta del servicio, al ser ultrajado y reducido a prisión doméstica por sus obsecuentes servidores de la víspera, se desmoraliza y enferma.
Mohamed Mursi gana las elecciones y avanza desde el gobierno para instaurar un partido único con apoyo de los sectores religiosos que le son afines. Después de un año de entrar en vigencia la nueva Constitución, la población se vuelca a las calles para protestar por los excesos del fundamentalismo, que rara vez coincide con las pretensiones de una democracia deliberante al estilo occidental. Entre las acusaciones que le llovieron desde diversas esquinas a Mursi, le causaba más molestia la de ser un títere de su esposa, una robusta mujer de cachetes abultados, de ánimo mesiánico en cuanto a conducir al pueblo a las prácticas primigenias de su credo. Los intentos de Mursi por socavar el sistema e instaurar un régimen más acorde con los postulados de los Hermanos Musulmanes, dinamitan la política y los sectores independientes y las masas descontentas engrosan las protestas, en especial los más jóvenes. Lo que reclamaban los egipcios al derrocar a Mubarak, no era la instauración de otra satrapía, sino un espacio de mayores libertades y reformas económicas. En la medida que las protestas crecían en las calles, su flamante esposa y los asesores le aconsejaban a Mursi, que ejerciera su mandato con mano dura y apretara las tuercas del poder contra la oposición. Y se les pidió a las Fuerzas Armadas que reprimieran a los que desafiaban en continuas y gigantescas manifestaciones al gobierno. Los militares no cayeron en la trampa, tal vez buscaban desacreditarlos. Prefirieron de nuevo utilizar la prudencia, la persuasión en vez de los desalojos brutales que exigía el empecinado gobernante. Hasta que el jefe del Ejército, Abdel Fatah al Sisi, desde los canales de la televisión anuncia un ultimátum para que el gobierno y los políticos se pongan de acuerdo sobre las medidas a tomar y reformas por hacer, estancado el país en la palabrería vacua y los insultos mutuos de los antagonistas, cuyo proyecto básico se centra en reprimir y sacarle los ojos al contrario.
Mursi es derrocado y está en prisión. Sus seguidores repiten el círculo viciosos de protestas y contraprotestas. En los dos meses del gobierno del presidente interino, Adli Mansur, sigue la historia de airadas manifestaciones y represión. Al no aceptar el ultimátum de desalojo que les hace el gobierno a los que acampaban en El Cairo, las tropas intervienen y el asfalto se tiñe de sangre. ¿Era ese sacrificio doloroso y terrible lo que buscaban los jefes de la protesta? ¿Pretenden por esa vía avanzar a la guerra civil? Los Hermanos Musulmanes juran que lucharán hasta derribar y castigar a los militares. ¿Cómo queda la famosa consigna del general Abdel Fatah al Sisi, sobre la nueva hoja de ruta diseñada por las Fuerzas Armadas para el futuro?
Con fundamento en los informes contradictorios de las agencias internacionales y las consabidas declaraciones de los expertos, de los corresponsales y espontáneos, se carece de la suficiente ilustración para otear lo que viene, es más, sería una descripción de los hechos, cuando ni los egipcios que están en medio del conflicto tienen la visión clara. La crisis se desencadena y los acontecimientos se desbordan. El presidente, Adli Mansur, siente que a sus pies la tierra se torna movediza y varios ministros renuncian. Lo único evidente es que si se va a una guerra civil el Ejército tiene la palabra y de mantenerse el tambaleante régimen es posible que por cuenta de los antagonismos se derive a una solución militar, a menos que esa salida le repugne al general Abdel Fatah al Sisi.