* Un modelo educativo propio
* Maestros en el sótano salarial
NO se sabe muy bien por qué el tema de los maestros, que debería ser de consenso nacional, termina siendo un asunto de pulsos. Porque en realidad no existen allí solicitudes netamente reivindicativas, sino apenas las que dictan la lógica. El país, por supuesto, querría ver una discusión en armonía, bajo lo que significa precisamente uno de los sectores más sensibles para la buena marcha de la sociedad y no, claro está, el escenario pugnaz en que ha derivado la materia entre paros y condicionalidades.
El principio de autoridad no se refleja, ciertamente, en ver quién puede más, quién es más poderoso. Eso lleva a escalar los problemas en vez de resolverlos. Y lo que se quiere, al contrario, es que se encuentren los mecanismos para sacar avante una cuestión que lleva considerándose ya varios años. De hecho, la reforma a la educación es hoy uno de los grandes temas universales. Nadie tiene, por lo tanto, la verdad revelada y así lo reconocen los más grandes expertos mundiales. Lo que interesaría, en tal sentido, es llegar a un modelo educativo colombiano, más que a las réplicas que en otros lugares se han mostrado fallidas y en muchos casos signadas casi exclusivamente por el materialismo. Esa, buscar un modelo propio, sería la verdadera revolución. Como en su momento se hizo en América Latina, a comienzos del siglo XX, y que dio resultados extraordinarios, como en Uruguay. De modo que atrevernos a pensar por nosotros mismos sería la primera condición y eso es, precisamente, lo que no parece tomarse de primer punto.
Inclusive, como lo dijimos en editorial anterior, países como la India están retornando a sus raíces educativas, para el caso al legado de Rabindranath Tagore. Quien, entre otras cosas, decía: “Nuestra mente no obtiene libertad verdadera adquiriendo materiales de conocimiento ni poseyendo las ideas ajenas, sino formando sus propios criterios de juicio y produciendo sus propios pensamientos”. Si esto es así para la generalidad de la vida, mucho más para los educandos que deben prepararse hacia el futuro. Un futuro que, para algunos, debe obedecer a la uniformidad y el rasero, por ejemplo, del twitter con todas sus inconsistencias y que para otros, por el contrario, debería responder a la cultura del conocimiento. Que no es, como sostenía Tagore, tener muchos conocimientos, sino saber construir los propios y con ello enseñar a desbrozar el camino a cada cual.
Para ello, claro está, habría primero que dejar algunas hipocresías. Como aquellas, verbigracia, de que Colombia, por tener una exitosa Feria del Libro, es un país de lectores. Por el contrario, aquí si no es por el conocimiento práctico que se adquiere en los textos del colegio o la universidad, nadie leería, según muestran las estadísticas, donde por lo demás los libros adicionales que se leen son, en su mayoría, de autoestima o de tener éxito en un segundo. Y la bajísima lecturabilidad no es excusable siquiera con la propuesta evasiva de que la lectura no hay que medirla en libros, sino, además, en cuántas veces se entra en internet y en cuántas oportunidades se leen las redes sociales, porque eso también responde a las letras. ¡Habrase visto! Es como decir que no vale la pena resolver la variable matemática y es suficiente con ver los números.
La pregunta es si la baja comprensión de lectura y la carencia de habilidades matemáticas son fruto de los profesores o devienen de una sociedad donde la educación, pese al cacareo en contrario, es un elemento secundario. De suyo enterarse de los pírricos salarios de los profesores, que si acaso llegan a dos o máximo tres salarios mínimos en promedio, es la demostración exacta de esa desaprensión social y el lugar precario en el que los colombianos parecieran querer verlos en la escala. De manera que, más allá de unos puntos de sueldo, lo que hay es una valoración moral.
Como bien sugiere Martha Nussbaum, una de las mejores filósofas de la educación de la actualidad, en Estados Unidos, el choque de las civilizaciones no está en los pleitos religiosos y políticos entre occidentales y fundamentalistas, sino entre la educación que impulsa la codicia, la violencia y el narcisismo y aquella mucho más coherente y valiosa que implique la formación para un mundo en el que valga la pena vivir.