No deja de llamar la atención que mientras en Colombia algunos sectores critican a diario el programa de reparación a víctimas de la violencia y de restitución de tierras a despojados, en nivel internacional ese sistema se ha convertido en un ejemplo a seguir, incluso para naciones que ya firmaron procesos de paz pero no han logrado superar de forma eficiente las heridas que deja una larga confrontación armada entre la población no combatiente que resultó afectada por los coletazos de la guerra. En no pocas ocasiones hemos resaltado desde estas páginas que la Ley de Reparación a Víctimas y Restitución de Tierras es una norma que cumple con todos los estándares de las medidas de posconflicto, pero que en Colombia, por iniciativa unilateral del Estado y sin que la confrontación armada haya entrado en declive militar, se está implementando de forma masiva y tangible. La cifra de personas afectadas por la violencia que han sido indemnizadas se acerca rápidamente a las 400 mil, en tanto que la devolución de tierras a desplazados avanza a un ritmo impresionante.
El propio Jefe de Estado recalcaba hace dos meses la dimensión de todo este proceso. Indicó que la inversión en ambos programas es muy alta, a tal punto que el Conpes que se aprobó para financiar las dos estrategias se había calculado que en 10 años debían dirigirse no menos de 54 billones de pesos.
¿Eso a qué equivale? Se preguntó el Presidente. Y respondió que 54 billones de pesos “sería lo que costaría construir diez metros en Bogotá, o con esa plata podríamos construir 6 mil megacolegios en el país entero, que podrían darle educación a nueve millones de niños. Es decir, más niños de los que hoy tenemos en el colegio. De esas magnitudes estamos hablando”.
Claro, el proceso tiene que ser sometido a constantes ajustes, pues lastimosamente un país subyugado por casi cinco décadas de violencia indiscriminada generó un universo de víctimas no sólo numeroso, sino al que debe adecuarse todo el andamiaje institucional para que la reparación en términos de verdad, justicia y garantía de no repetición sea lo más efectiva posible.
Hay que ponderar en su justa dimensión todo lo que implican estos dos programas que afortunadamente pasaron de ser medidas gubernamentales a políticas de Estado, lo que garantiza que su horizonte de implementación y cumplimiento se extiende, hoy por hoy, casi a la tercera década de este siglo.
Todas las críticas son bienvenidas, en tanto tengan un objetivo constructivo que permita mejorar los tiempos y el impacto sobre el universo de miles de hombres, mujeres y niños que sufrieron los rigores de la guerra y ahora tienen derecho a ser resarcidos y reparados.